Páginas

martes, 14 de abril de 2015

Un drama de quita y pon

Estar embarazada tiene muuuchas cosas buenas. Un montón. 
Hoy no voy a hablar de ellas. 
Hoy voy a hablar de una de las peores, una de las que cuando no lo estás (embarazada) te parece una jilipollez, pero cuando estás metida en harina con toda tu envergadura corporal, comprendes de forma empírica el drama que supone: tienes que vestirte todos los días. Sí, quieras o no, hay que salir de casa y dejar el megapijama a un lado por una horas.
Durante los primeros meses, y sobre todo si es el primer hijo, pues la cosa es más que llevadera. Los pantalones te marcan una simpática lorcilla por encima de la cinturilla que muchos ilusos pueden confundir con un par de kilitos de más; las camisetas sirven, los abrigos abrochan y todo tu armario parece estar hecho a medida de tu embarazo.
Esto, aviso, es una ilusión: un buen día te levantas y no hay nada que te entre, nada. 
Mi superhéroe de bolsillo
Entonces, como buenamente puedes (o sea, con el pantalón desabrochado y un jersey viejo enorme por encima) te arrastras hasta el centro comercial más cercano y pillas algo, un vaquero, unos leggins, un algo que te permita respirar y dejar espacio vital al ser que llevas dentro.
Hasta aquí, yo pienso que todas hemos seguido más o menos el mismo patrón. Pero desde este momento, yo no sé vosotras, a mí me entra un bajón, una pereza, un quéseyo que me impide volver a pensar que necesito más ropa de embarazada... de modo que me planto en la mitad del embarazo con dos, y cuando dos es que son dos, modelitos válidos: un vaquero con faja de esos que te suben hasta la el cuello pero que te recogen la barriga que da gusto, y un vestido elástico que se va adaptando la mar de bien a mi redondez según pasan las semanas; lo que nuestras madres y abuelas conocen de toda la vida como el "de quita y pon", vamos.

Y oye, pues como que me voy apañando. Alternando las camisetas, lavando los leotardos todas las noches y secándolos en el radiador, sacando el vaquero al sol y rezando para que se seque antes de la hora de tener que salir... ese tipo de cosas que te ponen en tensión pero que dan salsa a la vida, reconozcámoslo. Peeero (siempre aparece un pero) llega un día en el que el vaquero está recién tendido y el vestido aplastado en el fondo del montón de la ropa sucia, olvidado el pobre porque esa semana ha hecho muy mal tiempo y el megapijama ha ganado por goleada en el tema del vestir. Claro, ese día, como no podía ser de otro modo, hay compromisos y ahí es donde llega el drama: una embarazada en ropa interior, con la hora pegada al culo y sin nada que ponerse solo puede generar un drama de enormes dimensiones. 

-¡NO TENGO ROPA, NO TENGO NADA QUE PONERME, NO TENGO ROPAAA!-, retumban las palabras de esa mujer en esa casa hasta entonces pacífica. Gritos, maldiciones, miradas incrédulas al vestido arrugado, imploraciones al padre de la criatura para que haga algo...este tipo de reacciones amenazan con barrer la paz del hogar una mañana de sábado cuando de pronto, de entre la nube negra que se ha formado alrededor de esa embarazada semivestida, aparece un rayo de sol con forma de pequeño superhéroe: el niño M. entra corriendo en la habitación con su capita ondeando al viento y un puñito en alto a punto de echar a volar, para decir:
-¡¡¡Peo, peo, peo mamá!!! ¡¡Abre el admario, el admario, abre el admario!!
Esa madre esquizofrénica abre el armario y el minisuperhéroe dice:
-¿Veeeeees? Ties muchísima dopa, ponete algo, venga, ponete algo- Y una sonrisa de alegría, de saberse con toda las razones porque, efectivamente, esa frase que yo he dicho de no tengo ropa no es exacta y ropa, lo que es ropa tengo, aparece en toda su cara, en sus ojos enormes que se abren y brillan, en sus labios y mejillas que sonríen porque acaban de salvar a su mamá...y lo saben.

Y oye, que era verdad, ropa tenía. Solo era cuestión de cambiar el chip, combinar aquí y allá... y dejar de darle importancia a lo que no lo tiene, para centrarse únicamente en esa carilla de satisfacción que decía "mi madre está loca, si el armario estaba llenito" que me miraba sonriente y giraba los tobillos apoyado en el armario mientras yo terminaba de atarme las deportivas :)

martes, 7 de abril de 2015

Sueños en la pescadería

Hoy he tenido una revelación esperando a que el pescadero me limpiara el cuarto de boquerones.
La cosa es que, no sé otras madres, pero yo antes de serlo llevaba el tema de la alimentación sana bastante...raspadillo. Con la independencia de las faldas maternas llegó el desmadre alimenticio, porque enfrentarse por vez primera a esos guisos y delicias que en la casa de las madres aparecen como por arte de magia en la mesa, acojona un poco. Pero bueno, el tema culinario empezó a mejorar durante el embarazo del niño, por aquello del miedo a las matronas armadas con básculas durante las revisiones, por todo lo que iba aprendiendo de cómo influye la alimentación en el enano que vendrá (de esto que eres primeriza y te lees los mismos boletines, informes y páginas web diez veces al día), y porque oye, que es verdad que cuando comía más sano, me sentía mejor. 
Luego, tengo que reconocerlo, llego la lactancia y con ella la buena voluntad se fue a tomar por culo. 
M., sus materiales y su película de cabecera.
Es verdad, lo asumo, fue una época en la que podía más el hambre voraz durante las 24 horas del día que la paciencia necesaria para cocinar. Tampoco es que me abandonara a tope, la cosa era más bien que mientras estaba dale que te pego a los fogones creando unas verduras a la plancha, o unas lentejas, o un pescadito al horno...me estaba comiendo una palmera de chocolate tamaño abanico, así porque sí. Bueno porque sí no, qué coño, porque tenía al niño de tres o cuatro meses chupando de la teta a un ritmo frenético durante todo el día y eso, quieras que no, da hambre. 

El caso es que hoy, como decía, he ido a la compra. Otra vez. Digo esto porque en mi cabeza el orden y la organización brillan por su ausencia, y lo mismo un día anuncio a bombo y platillo que "mañana hago LA compra" y luego resulta que tengo que volver al día siguiente porque me olvidé la mitad de la mercancía. Pero bueno, la cosa es que he mirado al carro distraídamente y al ver la compra que llevaba, con toda su parafernalia de carne, verduras, frutas...en fin, lo que viendo siendo lo sano de la nevera, no he podido evitar pensar en todas y cada una de las madres del mundo. No incluyo a los padres no por nada, si no porque tengo la sensación de que en casi cualquier casa, y mucho más en las generaciones anteriores a la nuestra, la cosa nutricia y de crianza alimenticia de la prole ha sido cosa de las madres.

Me he acordado de M. mientras come cada día en su trona, y me han venido a la mente todos los caldos que nos hizo mi madre; todas las pechugas empanadas, todos los platos de lentejas, todas las pescadillas que se mordían la cola, todas las coliflores con bechamel, las sopas de pescado, las tortillas de patata, las hamburguesas, las croquetas, la pasta, las cremas de verduras, las paellas, los bizcochos de yogur. Todo eso y muchas otras comidas en bucle, comida y cena durante más de veinte años a tres hijos. Sin repetir o repitiendo lo justo, pensando en lo que habíamos comido esa semana, en lo que comeríamos la próxima. Yendo al mercado a por ello, eligiendo, pensando, comparando, congelando, combinando, atendiendo en la medida de lo posible a los gustos de cada uno sin dejar de cocinar sano y variado. 

Agotador. Y a todo eso súmale la paciencia de acompañar a los hijos en el camino del buen comer cuando son pequeños: se empieza por el tema de que aprecien la variedad, que coman la fruta, que prueben de todo, que aprendan texturas... y según suman años se unen todo lo demás: no te limpies con la manga, no te metas tanto que se te hace bola, no eructes en la mesa, no pinches al hermano con el tenedor, no robes el pan, no te duermas sobre el plato...en fin, ese tipo de cosas que esperas que con el tiempo hagan mella y ya, por puro aburrimiento, les salgan automáticas en un futuro cada vez que se sienten en una mesa a comer. Ardua tarea a la que nos encomendamos los progenitores, pero oye, que se acepta con alegría y un sentimiento de poder en plan "a dios pongo por testigo que este niño sabrá comer (bien y sin parecer el hijo de Shrek)" que mola lo que más. 

Luego, el día que le plantas delante un plato en el que has invertido media tarde y tuerce el morro, pues el sentimiento ese de súper madre alimentadora de polluelos, cambia un poco. Suele tener dos vertientes: una tipo "qué ganitas de ir a por un embudo y empapuzarte a coliflor, chico" y otra tipo "pues mira, hijo, aquí tienes la leche y las galletas: hártate; ya hablaremos en un futuro".

Me ha sacado de mi ensoñación maternal el pescadero, ya digo, diciéndome aquello que tantas madres escuchan a diario en tantos mercados del mundo de "¿qué más te pongo?" mientras M. intentaba robar unas gambas. 

Ya veis, es que nos ha salido cocinero :)

domingo, 5 de abril de 2015

Los discursos

Llega un momento en la vida de toda madre o de todo padre, en el que básicamente lo que haces a lo largo de todo el día es dar discursos. Más o menos encendidos según el tema que te ocupe, pero discursos al fin y al cabo. Los niños, listos ellos, no tardan nada en darse cuenta de por dónde van los tiros y clasifican enseguida los tipos de charlas que les dan los padres. Las charlas que más les interesan suelen ser las que explican cosas: "¿Me espicas, mamá, me espicas qué es eso, me espicas? Ahí sí que les tienes encandilados un montón de minutos escuchando tu explicación con atención: qué son los tambores de Semana Santa, qué es un tractor, por qué te echas cremas por la panza, por qué te piden el DNI con la tarjeta cuando pagas en el súper. En esos temas, oye, ponen todo el interés del mundo.

M. en pleno "ah, entiendo" un día
 en los que decidió que iba a ser más rápido
subir al carro. Es alucinante la capacidad pulmonar
de las madres o los padres, capaces de empujar
carro con niño y compra mientras dan un discurso
eterno sobre las bondades de cruzar de la mano
sin quedarse sin aire :)
Pero según crecen la cosa se complica y, junto a las eternas y molonas explicaciones de cómo funciona el mundo y por qué las cosas suelen ser como son, aparecen los discursos. Los hay de todo tipo y color, y el enano los detecta al vuelo con su infalible radar anti discursos maternos. Os dejo un par de ejemplos:

Ir de la mano para cruzar la carretera -este es un clásico materno-. "A ver, M., si quieres ir solito, tienes que esperar a llegar a la acera". 
-"Nnnno, yo soito"
-"Que sí, tú solito pero cuando lleguemos a la acera, ¿vale?"
-"No, quieo soito ahoda-mismo" (lo de ahora-mismo es que le sale como en dos sílabas muy marcadas y pronunciadas muy rápidamente que es para partirse de risa)
Y es en este momento en el que, arrodillada junto a él, comienza El Discurso de la Acera: "Vamos a ver, hijo, que todavía eres muy pequeño para cruzar tú solo, que te puedes tropezar, que puede venir un coche alto y no verte, que eres muy bajito todavía, que te puedes equivocar y seguir por la carretera y que tengamos un susto. Por eso, mamá te deja solito en las aceras grandes y por la parte de dentro. ¿A que entiendes que es por tu seguridad para que no pase nada? Puedes darme la mano para cruzar, o puedes subirte al carro, lo que tú elijas"
-"Quieo solito"
Y esto es ya el día de la marmota, hasta que o bien decide subirse al carro para llegar cuanto antes al parque..o hay que seguir de discurso durante quince eternos minutos hasta que el tipo, con una cara de aburrimiento total y súper desconectado de lo que le estás contando, ataja: "Ah, ya entiendo, por la acera soito y para cruzar la mano" 
-¡Eso es! !Vamos! Y yo me levanto como buenamente puedo con un subidón de autoestima materna que lo flipas, y todo marcha sobre ruedas hasta que en el siguiente cruce, cuando mi mano se acerca amorosa y algodonadamente a la suya, se escucha en medio de la calle un grito agudo bastante desesperado: "!Yo soito!"

Lo cual, para mi frustración, demuestra que se aburrió de mi maravilloso discurso y lo de "ah, entiendo" había sido un camelo para dejarnos ya de tanta cháchara y continuar caminando.

Otro discurso muy recurrente: M. quiere hacer una sopa en su cocinita conmigo como pinche, y yo estoy terminando un asunto de trabajo. La cosa empieza más o menos así: "hijo, yo entiendo que te apetece hacer una sopita, y a mi me encanta ayudarte a cocinar. Lo que pasa es que ahora mismo estoy con algo importante y necesito estar sentada con el ordenador otros cuantos minutos más. Yo te aviso, ve lavando las verduras" (por ejemplo). Hasta aquí, todo normal. El problema viene cuando M. no está por la labor de entenderme o el pobrecillo tiene tantas ganas de que le ayude a cortar un puerro que se ciega y no es capaz de escuchar... entonces a mí, lo reconozco, lo que me sale es El Discurso de la Paciencia. La escena continúa: como M. insiste, yo me siento en la obligación de sacar toda la artillería: guardo el documento en el que esté trabajando (nótese que tardaría menos en acercarme a cortar el puñetero puerro de mentira y volver a mis quehaceres), y me pongo manos a la obra a la obra educativa del día: "Mira, hijo, en la vida uno no siempre consigue lo que quiere en cuestión de segundos. Muchas veces hay que esperar, hay que tener un poco de paciencia. ¿Tú te acuerdas de cuando hay que ir a bañar y tú me dices "oto minutito, espeamos oto minutito"? Y yo, que yo sepa, espero, ¿no? ¿Eh hijo, espero o no espero?" 
-"Espeas, entiendo"
- "Bueno, pues tú igual cuando mamá está haciendo una cosa de trabajo. Esperas unos minutos, y yo te aviso cuando acabe ¿vale?" 
Y entonces, con esa lógica que se gasta capaz de tumbar de un plumazo dialéctico al más pichi, suelta un "peo vamos, si ya han pasado los minutos" mientras me tira del dedo con una fuerza considerable en dirección a mi puesto de subchef.

Hay días en los que me meto de lleno en otro discurso un poco más detallado de cómo funciona el tema de la paciencia y la cosa se pone bastante tensa hasta que llega el famoso "ah, entiendo"... y otros en los que me dejo arrastrar a cortar la verdura pensando en que sí, efectivamente, estoy criando a un tío muy listo.


 Demasiao. ;)



lunes, 30 de marzo de 2015

El nido y el artista

Llamémoslo limpieza de primavera, llamémoslo arrebato, llamémoslo síndrome del nido. El caso es que a cuatro meses de dar a luz, no suelto el trapo. Quienes me conocen desde el principio de los tiempos no salen de su asombro, y es que yo soy de ese tipo de personas a las que el desorden no les afecta en absoluto. A mí no me suponía (y espero que no me vuelva a suponer una vez pasada esta fase terrible) ningún problema ni los juguetes que aparecían en cualquier rincón de la casa, ni que la cámara de fotos estuviera en el cajón de las medicinas, ni que en mi armario convivieran alegremente prendas de todos los miembros de la casa sin orden ni concierto, ni que al ir a buscar una cita médica en el montón de los papeles médicos me saliera como por arte de magia un acta de notas de tercer año de carrera. Yo era feliz así, lo juro.

Pero hace unas semanas empezó a barruntarme un come-come mental que no me dejaba descansar…"esto hay que restregarlo bien", "este armario necesita una limpieza a fondo", "ese mueble ahí molesta, tengo que darle una vuelta a ver dónde me queda mejor", "voy a empezar por ese rincón y voy a dejar la cocina reluciente"…y así el día entero.

El artista, los materiales y otra de sus Obras
Al final he tenido que atender a la llamada ancestral de la mamífera que llevo dentro y ponerme a arreglar mi nido, prepararlo para lo que vendrá. Hay que dejar la casa decente para recibir al nuevo miembro de la familia, no sea que le demos mala impresión a laniña y pida el traslado. 

Es decir, que me paso los ratos libres que tengo restregando paredes, refregando techos, limpiando interiores de muebles y cajones, vaciando armarios, llenando bolsas de ropa que hace años que no uso, moviendo cómodas, sacudiendo colchones y realizando un sinfín de tareas que hasta hoy solo eran un recuerdo lejano de mi primer embarazo, pero multiplicado por diez: en aquel entonces vivíamos en un piso en Madrid, de 50 o 60 metros cuadrados y una solo habitación. Es una cuestión lógica: a más metros disponibles, más mierda que acumulas. Esto es así en todas las casas (espero que sea así en todas las casas).

En fin, que en este afán destructor de cualquier atisbo de desorden o germen que invada nuestro hogar no hay nada ni nadie que me pare, una fuerza sobrehumana se ha apoderado de mí y llevo días tirando camisetas viejas sin dolor, rompiendo papeles que llenaban cajones sin ninguna razón más allá de la conocida “déjalos ahí porsiacaso”… todo iba según mi mamífera prepara-nidos tenía planeado hasta que ayer, en uno de esos momentos de quedarte tostao mirando al infinito que tiene la vida, me fijé en el punto de la casa en el que M. hizo su primer dibujo: la pared del cuarto de los juguetes/instrumentos/ropas varias. Es una obra de arte abstracto consistente en unas cuantas rayas a lápiz que surcan esa pared desde hace más de un año y que nunca me había planteado borrar. Me acuerdo del día que las hizo, de cómo me miró orgulloso de su dibujo y de cómo yo, arrodillada para observar mejor la primera creación artística de mi polluelo, aplaudí a manos llenas y con una sonrisa idiota como la fan incondicional suya que soy.

¿Hay huevos a borrarlo? ¿Es mi síndrome lo suficientemente fuerte como para borrar esas líneas, esas armoniosas figuras de calidad superior a las de Altamira?

NO.


He pensando que la mejor solución va a ser rodear los garabatos con rotu rojo fosforito para que nadie ose nunca jamás eliminar semejante maravilla de la Historia del Arte: así conservo La Obra y puedo seguir dando rienda suelta a mi limpieza de nido, meneando el barrigón al ritmo del trapo mientras dejo el resto de la pared como los chorros del oro :D

lunes, 23 de marzo de 2015

¡Qué suerte, la parejita!

Hace seis días que no pasan más de dos o tres horas sin que llegue a mis oídos ésa frase, la frase que encierra toda la suerte, la mayor suerte, la suerte suprema a la que cualquier pareja de progenitores puede optar y con suerte alcanzar: engendrar “la parejita”. Lo más cojonudo del asunto es que te dicen lo de “¡qué suerte!” con una especie de alivio y admiración que a mí, lo que es personalmente, me deja de piedra, como si una pudiera elegir o pedir algo en este asunto... Y alivio porque voy a tener una niña (que parece que criar niños solo es malo malísimo para las madres y los padres), y admiración por haber “acertado”, lo cual es una idea muy, muy inquietante se mire por donde se mire.
El caso es que sí, que estoy embaraza de 21 semanas y lo que flota alegre y despreocupadamente en esta esfera en crecimiento que es mi barriga es una niña. ¡Felicidades!, ¡enhorabuena, la parejita! y no se cuantos parabienes después, empiezo a asimilarlo.

Próximamente, también los pies de laniña
Criar a M. está siendo una experiencia tannnn estupenda, enriquecedora, divertida y (todavía y cada vez menos) sencilla, que cuando la señora ecógrafa nos dijo, previo consentimiento, que el gremlin que flotaba en la pantalla era “una niña”, me quedé alucinada. Todas las náuseas, malestares y esas pequeñeces y naderías físicas que se apoderan a veces de las mujeres embarazadas ya hacían a una gran parte de la familia vaticinar que era una “guerrera” la que me estaba jodiendo de lo lindo, pero yo es que no lo acababa de ver. Vamos, no es que lo viera o no lo viera, es que no le di mayor importancia al sexo de mi segundo/a hijo/a. Pasaban las semanas y a mí inquietud, lo que se dice inquietud, no me causaba ninguna el asunto del sexo, mi opinión mayoritaria sobre este tema solía ser “que venga bien y me deje ya de tanta arcadita, eso es lo que yo quiero, coño”.

De modo que de pronto saber que es una niña y por tanto que me enfrento a algo nuevo dentro de cuatro meses y ocho días (que es cuando dicen que va a nacer, luego ya veremos que ya me sé yo la fiabilidad de eso que llaman fecha probable de parto...), me dejó alucinada.

Ya está asimilado, es una gran noticia que me hace sonreír más de lo habitual y ahora, para terminar de cumplir expectativas, ya solo falta que se parezca a mí, que herede mi pelo y mi tono de piel y habré hecho un gran trabajo del que sentirme orgullosa, no vaya a ser que laniña se parezca (como M.) al padre y mis maravillosos genes vayan a ser desperdiciados. Yo siempre que dicen lo de que ojalá herede mi pelo pienso en el tiempo que he tardado en no odiarlo mucho… y les deseo un pelo rizado de esos difíciles de tratar, peinar, llevar y lavar con todo el amorrrrr de mis entrañas. Así, sin acritud.

Así que estamos de vuelta, de momento M. y yo y a ratos laniña. Vendré aquí a desahogarme y soltar la tensión que me produce saber que tengo una misión: hacer un buen trabajo, conseguir una miniyo, “dar en la diana” y parir una niña parecida a mí. Por la paz y tranquilidad familiar, digo.

No puede ser de otro modo, no veis que lo hemos hecho súper bien y hemos encargado “la parejita" J