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jueves, 23 de octubre de 2014

¿Siesta sí, o siesta no?

La siesta de los niños, ya se sabe, es sagrada. Si una madre pudiera parar el mundo y sus coches, sus motos, sus thermomixes, sus aspiradores, sus taladradoras...lo haría sin dudar. Yo, personaamente, lo haría con los ojos cerrados. Ah, esa horita y pico de paz en medio del día...

M. durmiendo la siesta un día de esos en los que
los astros deciden no alinearse.
El caso es que este niño mío sigue siendo un niño de los que se duerme acompañado, abrazado, teteando... toda la parafernalia, en fin. La mayoría de los días, después del cuartillo de hora que tarda más o menos en caer, le suelto, le tapo, le doy un besito y me voy a lo mío... peeeero, hay algunos días en los que los astros se alinean sobre mí y a la hora de la siesta está hecho todo lo urgente. Ojo, que digo todo lo urgente. De los textos a medio escribir, los armarios a rebosar, los manuales a medio subrayar, o las compras sin hacer, de todo eso, no hablo. 

El tema está en que esos días, cuando el niño ya ha caído entre mis brazos, una disyuntiva se abre paso a codazos en mi saturada mente: ¿me duermo con él o no me duermo? Conste que la decisión hay que tomarla muy rápidamente porque hay un momento en el que, si te has pasado del tiempo límite, al ir a soltarle se despertará y entonces ya ni siesta yo, ni siesta él. Sí, esto es así. Entonces, casi siempre y aunque yo sepa a ciencia cierta que lo mejor sería levantarme y ponerme a currar, voy notando el calorcillo en los pies, las cosquillas en los párpados... y de pronto, solo veo ventajas al hecho de quedarme dormida enrollada al niño: que si dormirá más porque por alguna extraña razón, las siestas en compañía siempre son más largas; el piel con piel, el apego...de pronto, todo eso es maravilloso y es más, lo que sería de mala madre sería levantarse y dejarle dormido a su suerte. Entonces, ya con la conciencia bien limpia, cojo y me duermo. Caigo redonda con el niño encajado bajo el sobaco izquierdo, el cuello doblado en una posición malísima para la vida pero, eso sí, bien tapaditos los dos. Ya puede pasar la Patrulla Águila a un metro de nuestro tejado que no nos despertaremos. 

La siesta es maravillosa mientras dura, pero de pronto abro los ojos muy desorientada con esa sensación de resaca y bienestar que deja el sueño profundo. Miro a mi izquierda, y el niño sigue totalmente dormido, abandonado por completo a la siesta en compañía con la boca abierta y el pelillo sudao. Qué bonito, pienso. Y pasan unos minutos, tras los cuales necesito obligatoriamente moverme porque tengo dolores por todo el cuerpo. Pero claro, tienen que ser movimientos casi imperceptibles, porque el niño no se puede despertar. Lo consigo, no sé cómo lo hago pero consigo estirar las piernas y girar unos grados la cadera y parece que he encontrado la postura correcta, todo vuelve a ser maravilloso...hasta que, cinco minutos después, necesito urgentemente sacar el brazo de debajo del niño porque sé, a ciencia cierta lo sé, que un minuto más así y me lo amputan. Pero claro: si lo muevo, sé que se va a despertar...y es ese momento en el que pienso en todo lo que tengo por hacer, todo eso que vendí a cambio de una siesta, y pienso en que si muevo el brazo ya sí que sí, no habrá oportunidad de hacer nada de todo lo no urgente pero en realidad (solo ahora, tras la siesta, es cuando lo veo) indispensable y vital para la vida. 

Total, que lo muevo, el brazo digo, porque llega un momento en el que el dolor es superior al sacramento de la siesta y durante unos segundos parece que sí, ¡que se queda sobao otra vez! Pero es todo pura fantasía. Y en menos de cinco minutos, ya estamos otra vez en danza los dos: él listo para otras seis o siete horas de destrucción, digo aprendizaje, ininterrumpido y yo...pues yo descansada, adormilada, con un colocón de olorcito a bebé grande que pa´qué...pero con todo por hacer :)



lunes, 13 de octubre de 2014

Lo normal

Llamadme pasota, llamadme desordenada, llamadme malamadre. Yo prefiero aplicarme a mí misma un sabio refrán: "donde fueres, haz lo que vieres". Aunque bien pensado, en este caso yo no he ido a ninguna parte, sino que ha sido M., el prota, quien ha venido a éste lugar. El caso es que sí, que el tío me ha llevado a su terreno y ha conseguido que, desde hace varios meses, yo esté empezando a considerar como perfectamente normales cosas que, se mire por dónde se miren, no lo son. 

Se aprecia regulín, pero esta foto muestra: una cacerola
en un sofá y una sartén llena de piedras en una mesa.
No digo ná, y lo digo tó. 
No voy a entretenerme con medias tintas, ni introducciones que nos alejen de la cruda realidad, por lo que sin más, pondré un ejemplo: en nuestra mesa del salón descansa desde hace varias semanas uno de los adornos hogareños más inquietantes que nadie en su sano juicio pueda imaginar: una vieja sartén llena de piedras cociéndose al vapor. Tal y como se lee. Nosotros, los primeros días, cuando el niño se dormía tras sus labores culinaras, lo recogíamos todo bien recogidito: piedras al jardín, por un lado, sartén a la cocina, por otro. Muchas noches realicé este tipo de juego inverso que devolvía durante unas horas el orden al hogar. Lo que pasa es que debió de llegar un punto (y digo debió porque yo, conscientemente, no me he dado cuenta) en el que ver esa sartén ahí en medio de la mesa, llenita de piedras graníticas que lo mismo funcionan como patatas, que como pescaíto que como fideos, era para mí lo más normal del mundo, vamos, es que ni registro la anormalidad de la ubicación. Y claro, esto siempre pasa al abrir la veda: pasada por alto la sartén, pasado por alto todo lo demás: botes de perejil en los cajones del cuarto, lápices clavados en las macetas del jardín, ovillos de lana dentro de cacerolas, deuvedés entres los cartones de leche... Yo, a estas alturas, estas cosas es que las veo y, de verdad, me resbalan; muchas veces ni reparo en estas ubicaciones sorprendentes. 

Debe ser un mecanismo de adaptación ancestral que hace que a una le parezca que la casa está decente cuando, a ojos vista para cualquiera que no la habite a diario, no lo está. No lo está ni por asomo. Las casas de bien no tienen baterías de cocina en el sofá, botes de colonia en los cajones del costurero, saquitos de poleo en la lavadora vacía, sartenes en la alfombra. De verdad que no. Pero claro, coge tú y explícale a un niño de dos años que está preparando el menú del día que no, que la lana no se come, que los poleos no se lavan, que las piedras no hierven y que la pasta, por mucho que tú la metas en un cajón vacío, no se ablanda. Yo esas ilusiones, aviso, no estoy dispuesta a quitárselas. 

De modo que, como dije, he optado por hacer lo que veo hacer a M.: tomar todo esto como normal e incluso deseable: tenemos catering a todas horas, catering mágico si me apuráis, porque tú puedes pedir lo que quieras que esa piedra, esa piedra que al principio cantaba la traviata en medio del comedor y hacía daño a los ojos normales, te lo concederá en cuestión de segundos. Un toque mágico con la cacerola de M., y listo. Piedra a la carta. 

Que luego buscas algo importante por toda la casa y no aparece, sí; pero, bien pensado, una nunca sabe cuándo va a necesitar una piedra. Y M., por lo visto, prefiere estar bien preparado y tenerlas cuanto más a mano, mejor. 

domingo, 5 de octubre de 2014

El parque en las mañanas

Todas las mañanas, llega un momento en el que M. aparece corriendo por el pasillo, en calcetines y con el pelo al viento, gritando: ¡A calle, a calle! ¡Apaillas, apaillas! Que nos vayamos a la calle y que le ponga las zapatillas, dice. Suele anunciar que ha llegado el momento de irse porque considera que ya ha hecho en casa todo lo que tenía que hacer: destrozar, digo reorganizar, la cocina y el salón mientras yo curro.

El  niño del tobogán
Como decía, esas palabras de un M. que viene como una centella hacia mí son el pistoletazo de salida hacia una de esas fases en la vida de casi todas las madres que consiste en una carrera hacia lo conocido, de la que sabes que te va a costar la misma vida salir: la visita al parque. ¿Cuántos posts habrá escritos sobre la flora y fauna en los parques? Cientos, miles, posiblemente cientos de miles. Bueno, pues éste no es uno de ellos. ¿Por qué? Pues porque los parques por las mañanas no tienen nada que ver, pero nada, con los parques por la tardes. Así de simple. Nuestro parque por la mañana es un remanso de paz y luz, donde los únicos beneficiarios de tan espiritual regalo somos unas abuelas que mecen los carritos de los nietos al sol, algún perro solitario, unos acróbatas en prácticas, M. y yo.

De modo que lo que otras veces es una travesía del horror para sortear grupos de madres cotillas, niños pesaos que roban juguetes, abuelos mirones, corrillos insufribles de los que el único modo de escapar es siendo muy borde... por las mañanas es un auténtico gustazo. De verdad. Se oyen pájaros, huele a pan, M. no desaparece entre hordas de niños más grandes que él, me da el sol en la cara mientras se tira del tobogán con otro niño cuyo padre saluda cortés y se dedica a cuidar a su bebita entre sol y sombra, y siento que no hay nada más placentero que precisamente eso, estar sentada al pie del tobogán para recibir al niño que aparece de pronto entre mis brazos como caído del cielo sobre todo mi buen rollo solar.

Todo súper bucólico.

El problema está en que debe ser que M. no acaba de apreciar toda esta belleza urbana que yo respiro a narices llenas como una parte de las más maravillosas de nuestra rutina, porque tiene la costumbre de ponerse a rajar con la primera persona que se interponga en su camino, o en su defecto en su tobogán. M., no es que lo diga yo que soy su madre, habla el tío como si fuera Pío Baroja. ¡Qué claridad, qué pronunciación, qué riqueza de vocabulario! Por eso mismo no comprendo por qué los niños o abuelas con los que M. habla en el parque, de pronto, me miran con un sorprendente gesto de interrogación y me preguntan con media sonrisa ¿qué dice la nena? Tras especificar que es un niño, empiezo a ejercer mi segunda profesión: traductora infantil. Y toda mi paz se disuelve en una conversación a tres bandas, que de verdad, no sé pa´que me presto.

El niño habla de sus cosas: que si hemos poncrado el pan, que si un perro ha hecho pis, que si el togán mola, que si hemos tirado la basura...en fin, que el día menos pensado  empieza a contar intimidades a voz en grito. El caso es que claro, se lo tengo que traducir a las abuelas y ellas empiezan con lo suyo: y qué mayor eres, y qué ojos tienes, y cuántos añitos tienes, y...y M. se aturulla y ya no sabe si contar lo suyo o contestar a lo ajeno y yo, ahí estoy, en medio de todo el marrón agachada en cuclillas con unos calambres de flipar sin saber ya para dónde tirar: si por el niño o por las abuelas. A veces me digo: lo más fácil va a ser inventarme algo como si lo dijera el niño (imaginarse, por ejemplo: que dice que ya tiene ganas de irse a casa, y que hasta luego) y salir de aquí por patas. Otras veces pienso: venga, va, que está el muchacho aprendiendo a relacionarse y este tipo de interacción tiene que ser buenísima para sus conexiones neuronales. Y a todo esto sigo allí con la sonrisa, las rodillas machacadas y esa sensación algodonosa que se tiene cuando se tiene un hijo y hace lo que sea y tú lo ves: puro amor del bueno. Total, que vivo en un sinvivir, porque esas conversaciones a veces se alargan mortalmente en un bucle infinito del que mis rodillas y mi mano que peina el flequillo del niño para que las abuelas no me repitan que se lo corte, ya no saben salir.

Pero luego, ya de vuelta y con el enano dormido, pienso en que qué leches, que nos quedan pocas mañanas de sol, sin abrigo, sin gorro, sin bufanda, sin trastos molestos, solos él y yo disfrutando del parque y de la vida cotidiana que, en este pueblo por las mañanas, se mueve lenta y apacible... con abuelas incluidas :)


miércoles, 1 de octubre de 2014

La lógica aplastante

Yo ya escribí aquí un día que M. tenía una grandísima maniobra para sacar la miga del pan y dejar la corteza vacía. Eso mola. Lo que no ha molado nada de nada ha sido lo que ha hecho hoy, que es para prohibirle volver a acercarse a cualquier cosa parecida al pan hasta que tenga, así por decir una edad razonable, unos 30 años. 

Uno de esos días en los que todavía
no partíamos el bollito de pan.
La historia comienza con el hecho de que una parte bastante importante de nuestro día a día es la visita a la panadería de mis tíos, ya sea a pie dando un paseo o en coche según pasamos por la puerta del horno de camino a algún sitio. Hoy ha sido uno de estos días de ir en coche, aparcar en la puerta y salir a por el pan y a por el bollito de pan de rigor que mi tía suele regalar al enano. Hecho esto y ya de vuelta los dos en el coche, yo he hecho lo que hago habitualmente desde que el enano ya es más mayorcillo: partir el payesito por la mitad, dárselo para que vaya comiéndose la miguita caliente y enfilar la carretera. No sé, el niño ya es un poco mayor y come solito este tipo de cosas inocentes como lo es el pan, mucho más cuando voy controlando por el retrovisor la operación una media de siete veces al minuto. 

Bueno, pues así las cosas, en un primer vistazo por el mentado retrovisor, he visto cómo cogía un trocito de miga y se la comía; en un segundo vistazo, he visto cómo terminaba de coger otro trocito y lo llevaba entre sus dedos hacia la boca; en un tercer vistazo, le he visto con un trozo de miga en el dedo índice, de esto que se le había quedado pegado. Hasta aquí, todo bien. Pero en el cuarto vistazo, pues casi infarto: la miga le colgaba de un agujero de la nariz como si fuera un enorme moco de color blanco; un quinto vistazo ha bastado para cerciorarme de que los movimientos que hacía con el dedo no eran para sacársela, no, eran para meterla más adentro. En el sexto y séptimos vistazos lo único que he hecho ha sido asegurarme de que estaba bien, de que no se estaba poniendo de color morado y de que no le daba la ventolera de hacer lo mismo con el otro orificio nasal. 

Afortunadamente para todos, no le ha dado. Ha seguido tan pancho comiendo miga y mirando el paisaje, con el agujero izquierdo totalmente lleno de miga. Yo ahora lo cuento de chufla, pero en el momento no me ha hecho ni puñetera gracia. Total, que en esta tesitura hemos llegado a casa de mis padres (todo el show no ha durado más de dos minutos, en realidad) y allí he llegado yo con el niño bajo el sobaco aporreando el timbre y alertando a mi padre de la situación a gritos, abre que traigo un niño con un orificio llenito miga. Nos hemos puesto manos a la obra en lo más parecido a un quirófano que hay en una casa de bien: el baño materno. 

La primera opción ha sido el bote de laca, a ver si rociando el ambiente al muchacho le daba por estornudar y el proyectil salía solo disparado hacia el suelo. Bueno, pues no. Lo juro, parecía que el niño se había criado en una peluquería y que tenía la pituitaria hecha a ese tipo de olores, porque no ha meneado ni un ápice la nariz. Menos mal que teníamos un plan B en la manga, y ha sido el que ha dado resultado: yo he agarrado las manos del niño entre mis piernas y con las manos he abierto el agujerito de su mininariz cuanto he podido, mientras mi padre -previa retirada de gafas como todo buen profesional para ver bien de cerca- procedía a la extracción del cuerpo extraño con unas pinzas de depilar. Rápido, indoloro y eficaz, el resultado ha sido inmediato. Adios a la miga, hola tranquilidad. A todo esto, el niño se dejaba hacer diciendo de vez en cuando "¡susto!".

Hace un rato le he preguntado que por qué había hecho de meterse la miga en la nariz, que por qué se le ha ocurrido esa locura y que en qué cabeza cabe; él, sacando toda esa lógica que tienen los niños y que muchas veces los adultos nos empeñamos en no ver, coge y me dice: "paa oyer" (para oler).

Yo y los diez años de vida que he perdido hoy, nos hemos quedado de piedra.