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domingo, 27 de octubre de 2013

De madrugada

Pocas cosas hay que me causen tanto desasosiego como la casa de madrugada. No me gusta bajar la escalera sintiendo el frío de toda la noche con la calefacción apagada, escuchar el murmullo de la nevera que durante el día pasa desapercibido, no ver nada más que los pilotos de la tele, la radio, la lucecita del router dale que te pego a parpadear en la soledad del salón oscuro.
M. y Sully en un momento de paz
Pues bueno,como digo, me genera un desasosiego tal que llevo evitando verme en el salón a esas hora durante años. Pero de pronto pasó algo que me hizo romper la tradición: fui madre. De modo que muchas más madrugadas de las que quisiera, me encuentro con un niño espabilado hasta límites histéricos entre las seis y media y las ocho de la mañana. Lo  habitual es que sea más cerca de las ocho que de las seis, pero, sinceramente, ahora en invierno da más o menos lo mismo, porque bajemos a la hora que bajemos, fuera está como la boca del lobo.
Entre semana lo llevamos bien: el padre se va y el nene y yo al poquito nos ponemos en marcha para recoger, duchar, vestir, desayunar y salir, según el día: a estudiar yo y a abuelear él, o a hacer compras o andar, o lo que sea. Pero el fin de semana…el fin de semana me mata. Así que, como nos mata a los dos -a la madre y al padre-, lo tenemos dividido: un día te levantas, tú; otro día me levanto yo. 
Yo suelo elegir dormir los sábados – entre hora y hora y media más, no nos vayamos a pensar que es que me levanto a las doce como antaño, ains-, en plan: me desquito de los cinco días por fin y el domingo vuelve a ser un ensayo de lo que vendrá el lunes. Pero una cosa es lo que yo planeo y otra lo que sucede. Y lo que suele suceder es que el padre también quiere los sábados, su razón no la sé. Entonces, esto lo solemos hablar los viernes al irnos a dormir:
-Mañana yo, ¿no?- gruñe el padre.
-Hombre….
Y así se queda la cosa. Y llega la hora crítica, y M. se estira, y saluda a la familia, y hay dos opciones: una, que el padre pegue un tirón a las sábanas acordándose de medio santoral y  de camino al baño se vaya apaciguando hasta que vuelve a coger al enano ya feliz (a ver mi chiquitico cómo choca esos cinco, vamos a poner unos temas hijo, ale); y dos: que el padre entre en una especie de coma profundo del que no hay grito infantil que consiga sacarle.
Yo lo intento: carraspeos, patadas sutiles, conversaciones con M. (a ver hijo, que parece que tu padre no se ha despertado todavía, ¿cómo le llamamos? y le metemos el dedo en el ojo, por ejemplo). Pero es un coma que parece real, un coma de manual. Ese padre no se moverá hasta bien pasadas las diez. Y entonces, mi día de bajar al comedor oscuro, se adelanta.
Y me adentro en él con mi niño en brazos y poco a poco voy reviviéndole entre bostezos y tropezones con los juguetes abandonas de la noche anterior: pongo la calefacción, enciendo la tele, subo las persianas para que entre la luz de las farolas… y hasta hace poco, me preparaba para la actividad frenética de M: vueltas alrededor de la mesa a toda pastilla, visitas a las estanterías para mover todas las pelis de su sitio, incursiones hasta el límite con el pasillo, donde ya no tiene más lugares para apoyarse y sólo le queda alargarme la manita para que le ayude a pasar. Estos eran los sábados en los que al borde del colapso nervioso -mío- aparecía el padre duchado, perfumado y con un buen humor del carajo por la escalera y decía:
-Uy, pues no os he oído despertar…
-Ya. Ya, ya.
Pero ahora, desde hace nada, atesoro un momento que es de los más maravillosos desde que M. llegó: ha aprendido que el frío se quita bajo la manta, y entonces, después de desayunar y de que se nos hayan quedado las manos, los pies y la punta de la nariz helados en la cocina, volvemos de la mano al salón. Y nos sentamos juntos, con M. entre mis piernas, y nos enrollamos en la manta. Nos la ponemos como una capa, dejándonos sólo la carita al aire. Y entre los pliegues, saco como puedo la mano y busco con el mando a la Abeja Maya, o algún canal de música, depende del día. Y no quedamos juntos, muy quietos y ya más calentitos, mirando la tele bajita y viendo por la ventana como poco a poco comienza a clarear. Hay días, no muchos, dos o tres, que hasta nos hemos quedado dormidos otra vez en nuestra cueva, con el muñeco Sully de invitado.
Desde que esto ha pasado y el padre nos ha encontrado en esa situación, arropados, felices en el sueño y juntos, ya, casi casi, no tiene episodios de coma profundo.
Qué cosas :)

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