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sábado, 28 de diciembre de 2013

Capítulo 6: Queda un minuto menos.

Voy a avisar de una cosa: el día que tengáis un hijo, futuros padres y madres del mundo, vais a saber lo que es bueno. También vais a saber otro montón de cosas, entre ellas que aguantar una rabieta de casi media hora en un bar en plena calle Preciados puede ser un buen momento para pensar en cómo era la vida antes del parto y reíos, internamente eso sí porque exteriormente tendréis otras cosas más urgentes que hacer, mientras intentáis encontrar vuestro antiguo yo pre maternidad.
A veces M. parece un niño de paz.
Pongamos por caso que una lleva ocho meses hablando de su hijo en un blog, un hijo que protagoniza casi a diario historias que, a nada que una tenga ganas de reírse, se convierten en trastadas de las que molan. Sigamos poniendo por caso que ese mismo niño travieso llega a un bar donde su madre va a ver a unas amigas y de pronto parece que se ha tragado un biberón de valium. La madre alucina, la madre avisa de que esto no es lo normal, la madre, en definitiva, sabe que aquello es una cosa tan extraña e inusual que no podrá durar mucho. 
Y no duró, claro. 
De modo que este capítulo está dedicado a La Rabieta, esa primera vez que deja a la madre tan patidifusa como acojonados quedan todos los espectadores del diabólico espectáculo. 
Así pues, la primera idea clave de este tema es la aceptación de que, tarde o temprano, esa rabieta llegará. El día que menos los esperes, el día que más llueva, el día que más gente haya, el día en el que te has llevado al niño descalzo y no puedes sacarlo a andar a que se desfogue. 
Una vez asumido esto, madres y padres del mundo, lo demás viene rodao. Antes del parto, podríamos incluso afirmar que hasta en el último minuto antes de que la descendencia abandone el útero materno, los padres ven a un niño con rabieta y lo primero que piensan es: a mí eso no me pasa ni de coña, un par de gritos bien daos y vamos, más derecho que una vela. 
Y la madre que en ese momento soporta la rabieta, te mira y piensa, así de buen rollo y en son de paz, con ese buen amor que a una le sobreviene cuando se convierte en madre: qué ganas de que tengas un hijo y te monte el pollo en medio del vagón del metro, bonica, a ver por dónde sales tú. Idea que, básicamente, se me cruzó ayer por la mente del orden de unas veinte veces mientras la gente que paseaba navideña por Callao me miraba con cara de pena/compasión/intransigencia/telomereces/eso los míos no lo han hecho nunca.
El caso es que parece bastante demostrado que lo mejor cuando empiezan a llegar las rabietas porque el enano no puede hacer lo que quiere y se cabrea, es capear el temporal como una buenamente pueda, sin dejar solo al chiquillo pero sin ceder ante lo que quiere. 
La teoría está de puta madre. Clara, concisa, sencilla. 
Pero luego llega la práctica. Y la práctica consiste, más o menos, en que tu hijo de ojos lindos comienza a berrear y a congestionarse con un ritmo que crece exponencialmente y que llega a su máxima expresión a los cuatro minutos de haber empezado, manteniéndose en ese nivel del orden de otros veinte minutos, sin tregua casi para respirar. Al minuto tres la madre ya ha pensado un par de veces tierra trágame, pero yo a éste muchacho no le doy más cocacola por mis cojones, éa, que sea lo que la rabieta quiera. El niño Chucky se retuerce, patalea, araña y, por cuestiones que nadie más que él alcanza a comprender, se empeña en arrancar las gafas a la madre para mandarlas a la calle junto al hombre que reparte papeles con las ofertas del restaurante turco de al lado. 
Habitualmente M. prefiere emplear sus dedos
 en menesteres menos agresivos
Llegados a este punto comienza el verdadero trabajo: la madre sujeta al niño con el brazo izquierdo mientras con el derecho agarra con amor las escurridizas manos del gremlin para intentar que no lleguen a las gafas. En algunos momentos de flaqueza materna, el niño las alcanzará y entonces saldrá otro brazo de no se sabe dónde y esa madre pulpo tendrá que seguir sujetando al niño, quitándole las gafas de las manos sin ver  más que lo justo -es lo que tiene la miopía- y a la vez sujetando esas otras manos invisibles que los niños desarrollan durante las rabietas y que lo mismo agarran un pendiente que pegan un manotazo al aire a ver a quien alcanzan y que a mí, personalmente, me hacen replantearme esa idea tan extendida que dice que los niños no son autónomos. Yo digo, aquí y ahora, que ayer en esa media hora M. hubiera sido capaz de desmantelar el bar él solito y extender su energía destructora por todo el centro de la ciudad, asustando a las palomas despistadas y a los turistas de nariz roja que alucinan con las luces de Madrid.
A todo esto, la cara de la madre es de la más absoluta tranquilidad, nadie diría que sólo piensa como un mantra: ya queda un minuto menos, ya queda un minuto menos, ya queda un minuto menos. Pero sí, la madre lo piensa mientras, simultáneamente, manda a tomar por culo mentalmente a los que la miran mal cuando pasan delante del bar. 
Al final los minutos van pasando, el niño no se calma pero la madre no flaquea: canciones al oído, besos cuando se puede, palabras de amorcito con tono de paz, no me quites la gafas, no me quites las gafas, ven que te limpio los mocos, mírame y verás que no pasa nada, que si te calmas todo va a estar igual, no me quites las gafas, coño.
Al rato, como todo el mundo pronostica aunque parece increíble en pleno espectáculo, llega la paz. Y tan de pronto como se fue, oye. De pronto el niño no puede más y sólo quiere mimos. Y esa madre toma asiento con todo el glamour que ha podido rescatar tras esa media hora de ejercicio físico y mental y, mientras se saca la teta, levanta la vista hacia las chicas. 
El susto al comprobar que no ve nada puede hacerle pensar por unos segundos que al final el niño se las arregló para sacarle un ojo que ahora rueda calle abajo, pero no. La única secuela de la rabieta son los cristales de las gafas llenas de dedos de M., unos dedos que a lo largo de ese rato del demonio han conseguido llegar a las gafas más veces de las deseadas y han convertido a los cristales en superficies cuasi opacas. Y el caso es que el niño está tan tranquilo en la teta tras el despliegue de medios durante la media hora terrorífica que la madre dice: que le den a las gafas, yo no me muevo para limpiarlas. 
Y entre eso y el pelo a lo descarga eléctrica ella supone que las compañeras no se ríen por educación, pero que risa, lo que se dice risa, debe de dar. El caso es que no puede por menos de reírse ella misma mientras se recuerda recorriendo el cuadradito del bar con el demonio en brazos, asomándose a la puerta a ver si el aire fresco calmaba a la fiera y quitándole como si nada las gafas al niño para volver a ponerlas en su lugar y enfocar la cruda realidad que se empeñaba en afirmar que sí, que la rabieta todavía existía. 
He aquí un inciso para gafudos: todo el mundo sabe que sin gafas no se oye. Yo confieso que había ratos en los que M. conseguía su objetivo en los que quitarme las gafas era como ponerme tapones en los oídos que hacían que por arte de magia, bajaran las revoluciones de los gritos. Ganas no me faltaron de dejármelas sin poner: ojos que no ven, corazón que no siente; qué coño.

Lo cierto es que visto con la perspectiva de las horas, no sé quién lo pasó peor: si M. cuando no era capaz de controlarse y me miraba suplicando ayuda para calmarse, o yo acompañándole en el trayecto. Bueno, mis brazos sujeta niños endiablados tampoco se quedan atrás: el izquierdo, en concreto, no fue capaz ni de dar el intermitente sin antes presionar medio cuadro de mandos del tembleque que llevaban cuando nos alejábamos, contentos, exhaustos y con dos grandes nuevas experiencias, por las calles mojadas y de colores de Madrid.

sábado, 14 de diciembre de 2013

El club secreto

Existe un club al que una no sabe que pertenece hasta que un buen día hace la contraseña secreta que abre la puerta de la pertenencia a él y así, sin más, entra. Se hace socia.

Postura secreta, la clave con la que los demás socios
 reconocen a un nuevo integrante del club
Yo, sin ir más lejos, me he hecho socia. Es un club bastante abierto, no hace falta ninguna condición, no hace falta pagar cuotas y no hace falta reunirse para tratar de ningún tema. Es, por decirlo de alguna manera, un club para tontos. ¿Por qué? Porque el único beneficio que se saca al pertenecer a él es el consuelo de saber que 1: no se está sola, y que 2: afortunadamente llega un momento en el que una se despide de una vez para siempre del club y recupera su vida. 
El club tiene una filosofía sencilla: pertenecerán a él todas aquellas madres y todos aquellos padres que cargan con un bicho de entre cinco y más diez kilos con el brazo izquierdo -en su mayoría- mientras con la derecha hacen cualquier (¡cualquier!) otra cosa: lavarse los dientes, sacar el lavaplatos, escribir en el ordenador, sacar la compra del carro para pagar o mover el contenido del puchero. 
Los miembros del club aparecen cuando menos se les espera, y no necesariamente tiene que llevar el niño en brazos en el momento de su reconocimiento. Esto es así porque la pertenencia a este club deja secuelas, yo he visto con mis propios ojos a grandes madres y padres afrontando un nuevo día con el mejor de sus disfraces que, en un momento de flaqueza por su parte y agudeza visual por la mía, se han delatado: un ligero temblor involuntario en el brazo izquierdo, un tic nervioso que consiste en poner el brazo en posición cogeniños sin que esté el niño presente, un tocarse con la mano derecha la parte interior del codo izquierdo como con tiento, porque es que hay veces que se tiene la sensación de haber perdido el miembro. 
Una ve alguna de estas señas y automáticamente se imagina la vida de esa madre desde el minuto uno del día. Es, muy probablemente, una madre que se ha despertado al son de un despertador o en su defecto al son de un hijo y ya, desde ese primer pestañeo, se ha cargado al niño a la cadera izquierda para levantar la persiana de la habitación. Seguidamente, ya digo, habrá hecho el desayuno con el brazo izquierdo todavía sin quejarse demasiado por la carga, carga que a los veinte minutos empieza a ser una losa, para pasar a ser un calambre para pasar, directamente, a dejar el brazo inútil. La madre habrá tratado en más de una ocasión cambiarse al niño al brazo derecho para vivir con el izquierdo, para  darse cuenta al minuto de que no atina ni a cerrar el grifo. O peor aún: al hacer un movimiento con el brazo izquierdo, el derecho hace lo mismo por reflejo y la vida del niño corre peligro por unos segundos, al estar a punto de caerse de cabeza mientras el brazo derecho que lo sostiene se mueve por iniciativa propia. A esto habrá que sumarle la lengua fuera de la madre, asomando cauta por un lateral de la boca intentando equilibrar el desequilibrio interno que supone, para todo hijo de vecino, hacer algo con la mano contraria a la que se utiliza por inercia. 
Nótese la mano del polluelo en ambas fotos: posición de amor
 total que hace que el cabreo materno por inutilidad
de la extremidad disminuya hasta quedarse bajo cero
En fin, lo bueno de este asunto es que es pasajero. A veces, en cualquier lugar de la ciudad, mientras intento atinar a coger alguna moneda del bolsillo del vaquero para el parquímetro, con M. subido a mi brazo izquierdo dale que te pego al botoncito verde - obstinación infructuosa por otro lado, todo el mundo sabe que un parquímetro sin monedas es sordo-, me siento observada: son madres y padres que me miran con una sonrisa entre de reconocimiento y de alivio. Y yo, cuando consigo soltar al niño en el parque, o colgármelo de la mochila o regalarlo a algún familiar por unos minutos, empiezo a notar cómo mi brazo izquierdo vuelve a la vida y me imagino esa realidad futura en la que lo recuperaré para volver a hacer las cosas de la vida de una manera más fácil. Porque, aceptémoslo: hacer empanadillas o merengue con una sola mano es una gran putada. 

Que no me oiga nadie, pero a veces, y sólo a veces, mientras el hormigueo que indica que el riego sanguíneo vuelve a correr por mi brazo, echo de menos a M. encajado en su lugar. No sé cómo, pero creo que nacen, los hijos digo, con el culete adaptado al antebrazo maternopaternal de una manera un poco mágica, una manera que hace que aunque estés sufriendo porque no atinas ni a coger la aguja del punto por culpa del tembleque que se gasta ese brazo pluriempleado, al girar la cabeza entre calcetín y calcetín tendido con la pobre y solitaria mano derecha y oler su cabeza, todo sea bastante maravilloso aunque también agotador; todo sea bastante perfecto aunque a veces, en uno de esos múltiples momentos en los que la pertenencia al club comienza a hacerse cuesta arriba, parezca que la única solución para poder seguir manteniendo el brazo izquierdo por muchos años sea que los polluelos echen a volar.