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jueves, 17 de octubre de 2013

Molly Malone

Cuando yo era joven -más joven, ¡eh!-, pasé tres veranos seguidos en Irlanda, en Dublín para más señas. Es una etapa que recuerdo con mucho cariño, ya sabéis: hacerte entender con la familia hablando lo justo de inglés, descubrir con asombro que entienden más de lo que crees, volver empapada del cole por culpa de una de las tormentas relámpago irlandesas, marcar a casa a cobro revertido, sentirte mayor, urbanita, segura e importante caminando con esas amigas que parecen eternas desde que las conoces, todas solas y acojonadas en el aeropuerto, por el centro de la ciudad buscando un banco o un parque donde comer. Pero había una cosa, un elemento, del que hacía años que no me acordaba.
Abandonados a las puertas
Como sabéis, estoy (debería decir estamos, porque esto está siendo un asunto familiar en el que está toquisqui arrimando el hombro) liada preparando la oposición. Este nuevo aspecto de nuestra vida se ha colado de lleno, sin avisar, y a mí, en concreto, me ha descolocado el seso. Voy a toda pastilla todo el día, olvidando enseres y pertenencias como su fuera Paularcita y tuviera que dejar pistas para volver a casa, tengo ensoñaciones extrañas y un tic en la mano derecha que casi no me deja ni abrochar el dodotis del niño sin que se mosquee por la tardanza. Ahí es ná.
Pues esta tarde, cuando volvía de estudiar/comprar/recoger al niño/hacer un poco de vida familiar en casa de mis padres (los adorables y desinteresados niñeros), ha pasado algo. Ha pasado que he salido del coche con un niño colgado al cuello, con una cartera que pesaba mil kilos colgada en bandolera, con una mochila llena de enseres infantiles a la espalda y con dos bolsas mercadonistas llenas de víveres marinos, una en cada mano. Completaba el panorama la zapatilla desatada y el escote en escaparate y a punto de reventar. Y ha sido entonces, justo entonces, cuando me he dado cuanta de que no teníamos llaves para entrar, cuando ha aparecido delante de mis narices y entre el pelo del enano que no me dejaba ver bien, el recuerdo irlandés, húmedo y verde, de Molly Malone. Ella no es otra que una pescadera de Dublín, sweet Molly Malone, que iba caminando por la zona portuaria de la ciudad arrastrando su carro hasta arriba de pescado para vender, y que una noche murió en plena calle presa de unas fiebres. En su honor existe una estatua, en pleno centro de la ciudad, que la representa con un generoso escote – corre una leyenda paralela que dice que era pescadera de día y prostituta de noche, pero yo no me la creo porque la versión que me contó Brenda, mi madre irlandesa, no contemplaba esta opción y la pintaba como una poor woman- y su carro de pescado y marisco. Y de esa estatua es de la que me he acordado en ese momento de flaqueza: con mi bolsa llena de merluza, con mis cántaros a punto de reventar de todo el día sin M. y dando muchísima penita sin poder entrar en casa. Igualita que Molly.
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Una de esas que parecía que inclinaba M. esperando en el jardín,
pero de hace años, de aquellos años.
He llamado por teléfono y nos hemos sentado en el jardín, a la puerta de casa, a esperar al salvador. En un momento dado y tras hacer la foto que veis, he sacado el biberón del agua del niño y se lo he dado, por aquello de dar más pena al que viniera a rescatarnos en planpobre mi niño fíjate que sólo tiene agua para beber y es la hora de merendar. 
Y no sé si es que el espíritu de Molly se ha apoderado de mí o que el niño me ha heredado la vena cervecera y sabe ya lo que es una Guinness, pero el caso es que me ha parecido, juraría, que inclinaba el biberón hacia delante para brindar conmigo mientras yo le contaba de las cervezas negras, de las tabernas con músicos en las esquinas tocando atronadores violines, de los parques más frondosos que muchos bosques de la ciudad de Dublín.
-Cheers, M.- he dicho al final mi relato con mucha pena por la situación y mucha risa por que con él no puede ser de otro modo.
Patatita – me ha respondido con su cara de viejo desdentado y feliz.
Y cuando por fin ha aparecido el padre llaves en mano, y hemos levantado el campamento del jardín para empezar a merendar, le he contado a M. la historia de Molly, de la pobre Molly, y él se reía y sólo quería brindar.
Pues brindemos, pequeño M., brindemos por estos días agotadores, para que no dejen nunca de terminar en algarabía de la que convierte al cansancio en felicidad.

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