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sábado, 12 de octubre de 2013

Cinco minutos más

Yo quiero mucho a mi chiquillo. Como la trucha al trucho, pues así más o menos le quiero yo. Mucho. Yo le defiendo cuando le dicen malo, cuando le dicen raspilla, cuando le dicen que es un trasto. Yo le aguanto las rabietas, los llantos de bebé perdido en el mundo de mayores, las tardes insoportables.
M. dormido en el coche
Porque eso es lo que ha tenido hoy: una tarde insoportable. Todo ha empezado esta mañana, cuando madre e hijo hemos decidido ir a pasar el día a un Madrid patriótico, teñido de arribabajo con los colores de la bandera nacional. Concretamente, el plan era ir a casa de una buena amiga. A comer. Esto se acera bastante a mi concepto de felicidad absoluta, comer rico y en buena compañía -también influía que no había sido yo la que se había roto la cabeza pensando qué hacer, y haciéndolo y recogiéndolo después, y eso,de vez en cuando, quieras que no, también mola ;) -.
Pues M., el pequeño demonio de Tasmania, el niño que grita como una urraca y que pide independencia materna mientras cae por cuarta vez al suelo porque andar lo que es andar, todavía no sabe, ese niño, digo, ha tenido una tarde completa: gritos, lloros, asaltos cuasi violentos a la teta, arrebatos noquierosabernadadeti, ahora lloro porque me quitas el dodotis, ahora lloro porque me dejas en el suelo, ahora lloro porque me coges, ahora lloro pero tú quiéreme de todas formas, mami. Agotador. Si no nos hemos levantado Lau y yo de la mesa veinte veces, no nos hemos levantado ninguna. Pero bueno, los niños, ya se sabe, niños son, y hay días mejores y días peores y días en los que es que parece que le duelen las encías – y esperas que sea eso y no que de pronto el lindo bebé se haya convertido en un ser medio esquizofrénico que hace cosas de persona desequilibrada-.
Total, que en un momento dado, ya después del café y de la charla a trompicones, pero charla bonita y reparadora de todas formas, nos hemos venido para casa. Nos hemos montado en el coche, hemos atravesado un Madrid extrañamente desierto y luminoso, y hemos enfilado la carretera de la Coruña pa´rriba. Yo le miraba por el retrovisor, iba jugando con la brocha que lleva en el coche y que es su más mejor amigo desde hace unos días. No se dormía, el jodío. Yo iba pensando parece que ahora sí, ay no, se ha despistado con el ruido del camión, voy a cantarle un poquito a ver… Total, que a la altura de las Matas -a diez minutos de casa- se ha dormido. Al fin. Aquí dejo por escrito que mi paciencia estaba a punto de esfumarse, la tarde ha sido demasiado.
Como digo, hemos llegado a casa y he aparcado, he apagado el contacto del coche, he escrito un mensajito en el móvil, y me he dado la vuelta. Y ahí estaba el cachorro, tan dormido, tan calladito, tan tranquilito, tan sin gritar, tan pacífico. Pobrecico míodespertarle ahora….le voy a dejar cinco minutos. Y he cogido uno de los libros que nos acababan de regalar por su cumple. Y he reclinado el asiento hacia atrás. Y he bajado la solapa esa que tapa el sol. Y me he quitado la coleta. Y he estirado las piernas en el asiento del copiloto. Todo inconscientemente, de forma automática, lo juro. Hombre, algún pensamiento tipo bueno, si él está ahí calentito, a gustito, seguro, feliz…cinco minutos y entramos, sí se me ha cruzado. Pero es que entraba un sol tan tibio por el cristal, y es que el libro era taaaaan bonito y tenía unas ilustraciones taaaan maravillosas y hacía taaaanto silencio y yo estaba taaaan feliz…que los cinco minutos se han convertido en cuarenta y cinco.
Lo confieso.
Ha sido el padre el que me ha sacado de mi mundo, con unos golpecillos en el cristal:
-¿Qué haces ahí, muchacha?
-¿Em? Nada, nada, si acabamos de llegar.
Y poco a poco y con disimulo me he desperezado, he recogido el despliegue de la que había sido mi casa durante esos cuarenta y cinco minutos de paz y he acercado, con todo el dolor de mi corazón,  la mano para desabrochar el cinturón del niño. Estaba a punto de hacer clic y despertarle, cuando he oído una voz esperanzada:
-¿Y si esperamos cinco minutos a que se despierte?, me decía el padre mientras se sentaba en el asiento del copiloto y acomodaba la solapilla para que no le diera el sol.
Y es que a veces están tan guapos calladitos… :)

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