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jueves, 31 de octubre de 2013

Yo soy esa

Nosotros vivimos en un pueblo grande, un pueblo de esos en los que subes a la plaza, o vas a la gasolinera y es poco probable que te encuentres con alguien conocido. Es un pueblo, sin embargo, donde existe un lugar en el que, caso de que conozcas a alguien, quieras o no, lo encontrarás: nuestro pueblo tiene un Mercadona. A él acuden también casi todos los consumidores del pueblo de al lado, un pueblo en el que se da la asombrosa circunstancia de que exista un campus universitario y no exista un Mercadona. Caprichos de la política rural.
M. avistando pandillas universitarias
El asunto es que la conjunción universitario + supermercado baratito y con variedad se traduce en manadas de estudiantes sedientos de alcohol casi todos los viernes por la tarde, manadas de chavales perfumados y recién duchados que llenan con un llamativo interés los carros de la compra de botellas de alcohol, de bolsas de patatas, de bolsas de hielo. La organización familiar de una familia en la que uno de los miembros trabaja fuera de casa casi todo el día y el otro hace malabares para cumplir un inestable organigrama de estudios mientras cría con amor y respeto a un niño chiquitín, hace que muchos más viernes de los aceptables, la realidad se imponga en forma de nevera en huelga: yogures, mantequilla, cocacolas y puerros, eso es todo lo que de vez en cuando nos saluda, al fresco, al abrir el refrigerador. 
Y hay que ir a por provisiones. Y, como digo, todos los universitarios del pueblo de al lado acuden a nuestro súper. Y coincidimos. Hasta aquí todo es normal, cosas de la vida en comunidad. 
El problema sobreviene cuando esa madre de familia agobiada por la falta de recursos alimenticios para su retoño acude junto a él a hacer la compra. Es necesario señalar la diferencia entre esta misma situación hace ocho meses, cuando M. era un gusiluz dócil y amoroso, y en la actualidad, cuando M. se parece mucho más a un gremlin con sobredosis de azúcar. 
El caso es que llega un momento en el día en el que es fundamental conseguir que el niño no se duerma; si se fracasa en esta empresa, ese mismo niño se convertirá en un demonio con olor a recién bañado que enloquecerá en el salón y no dejará descansar a sus padres hasta las once de la noche. Una situación de las que conviene evitar, de verdad. 
Pues el último viernes que acudí a la compra de la tarde, M. se encontraba en ese momento crítico en el que cualquier palabra entonada con la más mínima dulzura alcanzaría para él calidad de nana, haciendo que cayera redondo en su mochila antes de que me diera tiempo a decir quién da la vez. Total, se apoderó de mí el espíritu de la madre contra los elementos y me puse a hacer la coreografía más absurda de cuantas hayan existido jamás en el mundo del entretenimiento infantil: Soy una taza. Con tan, tan malísima suerte que choqué contra uno de esos carros de perdición en los que los estudiantes del campus al que voy a estudiar casi a diario iban acumulando botellas. 
Me miraron con esa mirada que duda entre conocer y no conocer al destinatario. Finalmente, me desterraron al montón de los no te conozco no sin reírse de mí todo lo que consideraron necesario, mientras yo, madre y por lo tanto carente casi por completo de sentido del ridículo, continuaba imitando el ruido de la olla exprés.
El fin de esta historia se retrasó hasta al lunes siguiente, cuando estaba a punto de poner un pie en la biblioteca de ése campus maldito. A mi derecha, un grupillo de madrugadores tomaba café en la plazuela previa a la biblioteca. Yo me acercaba y ellos se callaban, hasta que uno de ellos se inició en el proceso de reconocimiento: se puso a bailar como de soslayo Soy una taza. 
Bajé todo lo rápido que pude la escalera de la vergüenza, pero me acabaron alcanzando. El del baile me miraba y me decía sin hablar: sí, hija, sí; tú pon toda la cara de opositora que quieras y hunde todo cuanto puedas la cara en esos libracos del demonio... que no cuela. ¡Tú eres la del baile!
Lo bueno de este asunto es que lo peor ya ha pasado: soy oficialmente la del baile y eso, una vez aceptado, es hasta positivo; todo el mundo sabe que una vez que tienes un mote, el proceso de integración se acelera bastante. Y quieras que no, saber que saben que me las veo a diario con un mocoso hace que cuando me llama mi madre para contarme alguna monería que ha hecho el niño, no tenga que disimular mi entusiasmo ni rebajar el tono estridente con el que celebro al teléfono cada pequeño avance de M. 

Todo son ventajas.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Amores que matan

Existe por ahí una especie de madre que en lugar de leche, debe tener antibiótico; son estas madres lactantes a las que nunca jamás se les pone malo el niño, no conocen moco ni tos, inmunizada como tienen a la descendencia. Yo soy una madre lactante, muy lactante a ojos de algunas personas, pero mi descendencia enferma como todo hijo de vecino (nunca mejor dicho). ¿De qué enferma?, os podréis preguntar. Y yo os respondo lo mismo que me responde a mí el pediatra: proceso vírico. Os juro que a veces lo dicen hasta sin mirarte, creo que porque empieza a sonar un poco sospechoso que todo sea un proceso vírico y te plantes de vuelta en casa sin saber qué narices le pasa al nene, con la orden clara de hidratarle, apiretal si pasa de 38 y muchos mimos.
M. manejando una potencial arma 
Pero en fin, proceso vírico. Vale. Pues nuestro virus debió de invitar a toda su panda: tripa, ojos, y garganta. Se conoce que para que nos familiaricemos con todos y así, cuando vuelvan a aparecer este invierno, no nos pillen de nuevas. Nuestra función como padres a lo largo de esta semana ha sido ir sumando medicinas a esa pequeña lista genérica para el ataque al virus y controlar con exactitud británica cuándo tocaba cada una : un colirio, unas gotas para la garganta y el dalsy -esto creo que es cocaína infantil-.
Como digo, ha sido una semana bastante estresante, cuando parecía que estaba a punto de llegar un rato de calma, saltaba algún tipo de alarma -bien del móvil, bien mental de alguno de los dos progenitores de M. que de pronto recordaba con sudores fríos que tocaban gotas de garganta desde hacía siete minutos-. Ante ese sobresalto, respondíamos como autómatas: uno a por las toallitas, otro a por la medicina; uno a sujetar los bracitos del niño, otro a abrirle el ojo con cuidado y firmeza para dejar caer lo más dentro posible las tres gotitas milagrosas; y, finalmente, uno a limpiar los posibles manchurrones en un metro a la redonda del crío y otro a salvarle del malvado progenitor echa gotas.
El caso es que, aunque por sus reacciones cada vez que nos veía acercarnos con algún bote en la mano no lo parezca, M. debe de estar súper agradecido por esta serie de cuidados amorosos y cuasi puntuales que le hemos ofrecido durante toda la semana. Sí, sí, está tan agradecido que ha hecho de su agradecimiento una cruzada personal que parece no llegar a su fin a corto plazo: se ha tomado la medicina por su mano y está obsesionao con que probemos en nuestro propio cuerpo esos santos remedios que tanto bien le han hecho a él. Y lo hace de la forma más básica: atacando con el bote cada vez que puede, a traición. Si por lo menos fuera cada seis horas, como le hacíamos a él… pues yo que sé, sería más llevadero y esperable.
Pero no. El tipo aparece una media de cinco veces por hora armado con el colirio y con el puñetero cuentagotas de la garganta y, como sabe perfectamente por dónde se echa cada cosa, se pone manos a la obra. El resultado es que tengo un ojo semicerrado -estoy casi tuerta, vamos-. La explicación la encontraréis en un momento de debilidad que he tenido esta tarde: me he quedado traspuesta en el sofá mientras M. y el padre, supuestamente, jugaban a dar vueltas al sofá.
Lo que ha pasado es que el padre ha recibido algo en el móvil – algún tipo de noticia musical o futbolística, pondría la mano en el fuego o el ojo al alcance de M.- que ha hecho que dejara al niño a su aire durante unos minutos, los justos para que éste encontrara en la estantería -bien cerradas ¿eh?, a prueba de niños- las medicinas y decidiera que ése era un buen momento para curarme. El resultado de esa preocupación filial ya sabéis cuál es; el bicho todavía no controla la fuerza. La otra interpretación posible es que estuviera tomando represalias por la semanita que le hemos dado puteándole con diversas molestias cada seis horas.
Y en fin, cuando me he incorporado sobresaltada y bastante desorientada ante el terrible ataque ocular y he analizado la situación, he tenido que ser consecuente con la vida y darle gracias porque el tratamiento semanal de M. no haya sido a base de supositorios. :D

martes, 29 de octubre de 2013

Amor de hermana

Hoy, en plena comida familiar, ha tenido lugar una escena que me ha retrotraído a diez años atrás, cuando estaba yo cursando ese curso mítico llamado segundo de bachillerato. Nosotros, mis dos hermanos y yo, íbamos al mismo colegio: yo a segundo de bachillerato, mi hermano a cuarto de la ESO y mi hermanita linda, mi cuscurro de pan, a primero de infantil.
Las dos haciendo el gamba como sólo nosotras sabemos
Bueno, pues la historia va con ella. Resulta que por cuestiones de logística, nos quedábamos a comer en el comedor, en el asqueroso comedor, para ser más exactos. Era uno de los peores momentos del día: una especie de nave enorme, con mesas corridas a lo largo y sillas frías de hierro, como las de las terrazas de los bares que chirrían al moverte. El panorama se completaba con la directora -Mick Jagger en mi casa, la típica urraquilla inmortal con la cara surcada se arrugas como bañadas en laca, arrugas inamovibles- paseándose entre las mesas obligando a no hacer el guarro, a no tirar la comida, a comerlo todo y a mantener un poco la compostura en esos momentos en los que había más migas voladoras de mesa a mesa que tenedores cumpliendo su función.
Bueno, pues Mick se cebaba con los más pequeños, era especialmente cruel, no les dejaba irse hasta que se comían todo el plato, incluso si vomitaban, les dejaba ahí solos, con el plato helado, y no salían al patio o se iban a clase hasta que lo terminaban. Y mi hermana, al igual que yo, odia con todas sus fuerzas, odia sobre todas las cosas del comer, las judías blancas o las alubias (que es como las llaman en Zaragoza, lugar donde tuvieron lugar los hecho que paso a narrar). Y allí eran obligatorias una vez a la semana.
Bueno, pues mi hermana, tan pequeñita ella, entraba al comedor en el turno de los pequeños, esto eran las doce y poco de la mañana. Yo entraba en el comedor en el turno de los grandes, esto era la una y media de la tarde. Y rara era la semana que no la encontraba allí, sola en la mesa de los niños frente a un plato de judías blancas heladas, pastosas, asquerosas. No solía estar llorando, simplemente estaba allí sentada sin probar bocado, a ratos seria, a ratos entretenida jugando con sus manos, a ratos mirando a ver quién entraba por la puerta. Estaba custodiada o bien por Mick o bien por una de sus delegadas, que se paseaba arriba y abajo frente a su mesa esperando que terminara. Y yo, cuando entraba y la veía, me tiraba a por ella. Me agachaba a su lado, recuerdo el olor del baby, olor de clase de niños, y nos mirábamos y entonces ella sí que solía perder pie. Nos abrazábamos y su pelo negro, frío y liso se me metía en la nariz y entre el olor a cole podía distinguir el olor de nuestra casa.
Y entonces, cuando yo comprendía que no podía irme a la fila con mis amigas y dejarla por más tiempo allí sola, tenía lugar uno de los actos de amor más grandes que yo haya hecho jamás por nadie: la miraba a ella, miraba al plato, la volvía a mirar, miraba a Mick esperando una posición adecuada para que no presenciara el delito, y… me comía las apestosas judías.  De tres cucharadas me terminaba el plato, mi hermana era libre para irse al sol y yo… yo me quedaba con un dolor de estómago y un malestar que me duraba toda la tarde.
Y hoy, comiendo juntas, nos hemos acordado de aquello porque en un momento dado ella ha mirado su plato de comida, me ha mirado a mí… pero esta vez ¡no he caído! Esta vez no eran alubias -mi mami es una mami guay y no nos pone eso que sabe que nos hace sufrir- y ya no tiene cinco inocentes años.
Lo que es claro es que, si tuviera que volver a salvarla de un plato asqueroso de judías para que ella pudiera salir al sol y a la vida de su edad del pavo, lo volvería a hacer. Luego he mirado a M. poniendo cara de asquillo al probar no sé qué que le ofrecía mi padre…y he pensado que sería genial que tuviera un hermano que hiciera por él o por el que hacer algo parecido.
Ahora, eso sí, si puede ser con algo menos asqueroso, mejor que mejor. :)

Rutinas


Hay algo fundamental en la vida de todo estudiante: la rutina. Si este estudiante lo que estudia es una oposición, entonces pasa de fundamental a vital. Rutina o hábito de estudio: esa secuencia de horas preestablecidas que le dedica un estudiante a su materia de estudio, de forma invariable a lo largo de la semana y que permite, no sólo ir paso a paso haciéndose con el temario, sino establecer un orden mental para visualizar lo que hay, lo que ya sabemos, lo que queda, y cómo lo llevamos. Y sobre todo, es un metrónomo infalible. Te marca el ritmo, sientes el tic tac de la cuenta atrás tras tus talones y eso te convierte en un ser muy organizado y eficiente. Te convierte, casi seguro, en un opositor de esos que consiguen la plaza.
M. intentando repetir la hazaña
En mi caso personal, aplicar esta máxima a mis años de estudiante no tendría ningún sentido, porque jamás he sido capaz de seguir una rutina fija: yo era de las de a mí no me vuelve a pillar el toro ni de coña, y siempre, siempre, acababa viéndole el asta mucho más cerca de lo académicamente recomendable. Pero bueno, fui saliendo más o menos airosa de esas situaciones de riesgo estudiantil, no sin envidar mucho a esas personas organizadas que cumplían los organigramas con eficiencia marcial.
Pues bien, la vida me tiene ahora en una situación estudiantil límite: opositando. Y es que oposición es gemela de rutina, no hay una sin otra, no existen opositores sin rutina. O bueno, sí existen pero no tienen prisa. Salvo yo. Mi Plan C no es un plan a largo plazo, mi Plan C es un plan impaciente y con tiempo limitado. Y no tengo rutina. 
Igual, decir así, en frío, yo oposito sin rutina es un poco exagerado. Existir, lo que es existir, mi rutina existe. Sobre el papel, eso sí. Es decir, en teoría yo tengo tres mañanas a la semana en las que empaqueto a M. con una gran parte de sus pertenencias y lo envío por correo urgente a casa de mi madre, la abu, de nueve a dos. En teoría, cuando él se duerme a eso de las ocho de la tarde, yo tengo todavía otras cuatro horas diarias para darle al temario. Y, en teoría también, los fines de semana voy a recuperar las horas que, por lo que sea, vaya perdiendo a lo largo de la semana.
Pues, ay de mí, ese por lo que sea se ha convertido en la mayor parte de mi semana en teoría rutinizada: M. no acaba de aprender a andar y no da tregua a la exploración guiada que se trae por toda la casa; un virus maligno y enviado sin duda por algún opositor que quiere mi plaza se ha instalado en su pequeño cuerpo y nos ha traído - y nos trae todavía con sus últimos coletazos- por la calle de la amargura; la comunidad de vecinos ha enloquecido de pronto y raro es el día en el que no hay movidilla; y, así por añadir otro ejemplo, de pronto cogen y programan los de la tele tres series a las que estoy enganchada en el mismo día y claro, joé, tengo que ver en los días siguientes los dos que se me quedan pendientes. 
Eso que os cuento son los ejemplos, digamos, más generales. Nada tienen que ver con los pequeños retrasos diarios que van, poco a poco, acumulando minutos en mi saco de retrasos con respecto a la  rutina establecida, y de los que puedo enumerar una pequeña muestra: estamos a punto de salir y M. arruga la nariz a la vez que mueve la mano mostrando con una gracia infinita ese gesto universal que indica qué mal huele aquí, y tengo que arrodillarme y soltar la cartera y su mochila y las llaves y cambiarle el dodotis antes de salir, con toda la parafernalia de pedorretas, cánticos y mosqueo infantil ante ese toque de cojones -literal-. Puede ser que me encuentre recogiendo el ordenador para guardarlo en la cartera y M. decida que quiere ayudar y entonces salte con esos dedos mágicos una tecla, y tardemos una hora más en salir intentando pegarla. Puede pasar también que paramos a echar gasolina y de pronto toquisqui quiera tocar las mejillas al niño, o decirle alguna cucada absurda de esas que él paga con una mirada de total indiferencia. Esas señoras, (es que casi siempre son señoras) las que sueltan las cucadas con voz de pito y muy cerca de la cara del niño, son de esa clase de mujeres que ante la prisa evidente que muestra la madre, con frases tan poco indirectas como bueno, hijo, di adiós a la señora que es que vamos muy tarde, ¡uyyy qué tarde es!, no reaccionan. No sólo no reaccionan, si no que se apoltronan todavía más en ese momento comparativo: uy, pues el nuestro ya tiene dientes; ¡tenías que ver a mi nieta, esa sí que está espabilada!; ¿y le das la teta o tú eres de las biberón? y cosas por el estilo. Son esos momentos en los que la perspectiva de una mañana de biblioteca entera para una sola enterrada entre sabiduría y estudiantes sin preocupaciones maternales, se antoja casi como el paraíso. 
En definitiva, este desbarajuste es más o menos la no-rutina de una madre que oposita. Lo más gracioso del asunto es que creo con bastante fuerza que eso que todos hemos pensado alguna vez y que viene a decir mis padres hacen magia, ¿cómo hacen para que les de tiempo a todo?... ¡es cierto! No sólo voy más o menos al día -más o menos, ¿eh?- sino que el resto de la vida sigue casi, casi igual. 
Casi, casi. 

Otro día cuento lo que cabe entre los dos casis, que ahora el niño duerme y me voy a recuperar todos los por lo que sea que me han destrozado la rutina planificada para hoy.


domingo, 27 de octubre de 2013

De madrugada

Pocas cosas hay que me causen tanto desasosiego como la casa de madrugada. No me gusta bajar la escalera sintiendo el frío de toda la noche con la calefacción apagada, escuchar el murmullo de la nevera que durante el día pasa desapercibido, no ver nada más que los pilotos de la tele, la radio, la lucecita del router dale que te pego a parpadear en la soledad del salón oscuro.
M. y Sully en un momento de paz
Pues bueno,como digo, me genera un desasosiego tal que llevo evitando verme en el salón a esas hora durante años. Pero de pronto pasó algo que me hizo romper la tradición: fui madre. De modo que muchas más madrugadas de las que quisiera, me encuentro con un niño espabilado hasta límites histéricos entre las seis y media y las ocho de la mañana. Lo  habitual es que sea más cerca de las ocho que de las seis, pero, sinceramente, ahora en invierno da más o menos lo mismo, porque bajemos a la hora que bajemos, fuera está como la boca del lobo.
Entre semana lo llevamos bien: el padre se va y el nene y yo al poquito nos ponemos en marcha para recoger, duchar, vestir, desayunar y salir, según el día: a estudiar yo y a abuelear él, o a hacer compras o andar, o lo que sea. Pero el fin de semana…el fin de semana me mata. Así que, como nos mata a los dos -a la madre y al padre-, lo tenemos dividido: un día te levantas, tú; otro día me levanto yo. 
Yo suelo elegir dormir los sábados – entre hora y hora y media más, no nos vayamos a pensar que es que me levanto a las doce como antaño, ains-, en plan: me desquito de los cinco días por fin y el domingo vuelve a ser un ensayo de lo que vendrá el lunes. Pero una cosa es lo que yo planeo y otra lo que sucede. Y lo que suele suceder es que el padre también quiere los sábados, su razón no la sé. Entonces, esto lo solemos hablar los viernes al irnos a dormir:
-Mañana yo, ¿no?- gruñe el padre.
-Hombre….
Y así se queda la cosa. Y llega la hora crítica, y M. se estira, y saluda a la familia, y hay dos opciones: una, que el padre pegue un tirón a las sábanas acordándose de medio santoral y  de camino al baño se vaya apaciguando hasta que vuelve a coger al enano ya feliz (a ver mi chiquitico cómo choca esos cinco, vamos a poner unos temas hijo, ale); y dos: que el padre entre en una especie de coma profundo del que no hay grito infantil que consiga sacarle.
Yo lo intento: carraspeos, patadas sutiles, conversaciones con M. (a ver hijo, que parece que tu padre no se ha despertado todavía, ¿cómo le llamamos? y le metemos el dedo en el ojo, por ejemplo). Pero es un coma que parece real, un coma de manual. Ese padre no se moverá hasta bien pasadas las diez. Y entonces, mi día de bajar al comedor oscuro, se adelanta.
Y me adentro en él con mi niño en brazos y poco a poco voy reviviéndole entre bostezos y tropezones con los juguetes abandonas de la noche anterior: pongo la calefacción, enciendo la tele, subo las persianas para que entre la luz de las farolas… y hasta hace poco, me preparaba para la actividad frenética de M: vueltas alrededor de la mesa a toda pastilla, visitas a las estanterías para mover todas las pelis de su sitio, incursiones hasta el límite con el pasillo, donde ya no tiene más lugares para apoyarse y sólo le queda alargarme la manita para que le ayude a pasar. Estos eran los sábados en los que al borde del colapso nervioso -mío- aparecía el padre duchado, perfumado y con un buen humor del carajo por la escalera y decía:
-Uy, pues no os he oído despertar…
-Ya. Ya, ya.
Pero ahora, desde hace nada, atesoro un momento que es de los más maravillosos desde que M. llegó: ha aprendido que el frío se quita bajo la manta, y entonces, después de desayunar y de que se nos hayan quedado las manos, los pies y la punta de la nariz helados en la cocina, volvemos de la mano al salón. Y nos sentamos juntos, con M. entre mis piernas, y nos enrollamos en la manta. Nos la ponemos como una capa, dejándonos sólo la carita al aire. Y entre los pliegues, saco como puedo la mano y busco con el mando a la Abeja Maya, o algún canal de música, depende del día. Y no quedamos juntos, muy quietos y ya más calentitos, mirando la tele bajita y viendo por la ventana como poco a poco comienza a clarear. Hay días, no muchos, dos o tres, que hasta nos hemos quedado dormidos otra vez en nuestra cueva, con el muñeco Sully de invitado.
Desde que esto ha pasado y el padre nos ha encontrado en esa situación, arropados, felices en el sueño y juntos, ya, casi casi, no tiene episodios de coma profundo.
Qué cosas :)

sábado, 26 de octubre de 2013

Motívate


Yo, no os vayáis a pensar, al tema éste de estudiar la oposición, los tochos históricos tronchaespaldas que me acompañan a todas partes, no le di las vueltas que se suelen dar a las decisiones pausadas, meditadas, sopesadas, en fin, serias. No, no. A mí me convencieron vilmente un maternal día del mes de julio.
M. en el jardín una mañana parecida a esa mañana
Estaba yo con M. en nuestro jardín, que por aquel entonces todavía parecía una selva, haciendo eso que les gusta hacer, más que cualquier otra cosa en el mundo, a los niños de nueve meses: dar pasitos de la mano de las mamás mientras éstas alternan las miradas amorosas al retoño caminador, con las miradas asesinas y agotadas hacia ese mismo ser -sentimiento ambivalente maternal, un clásico entre la especie; si no me creéis, preguntad, preguntad-, con la mano que queda libre clavada en los riñones. Esa madre es la que, mientras ayuda incansable al chiquitín, sueña con el fin de esa etapa agotadora y se dice a sí misma que total, tampoco es para tanto y que sólo quedan tres horas y cuarenta y tres minutos para que llegue el padre a hacer el relevo.
El caso es que, estando nosotros dos en esa cotidiana situación, el teléfono sonó y yo, aliviada de mi tarea maternal, corrí niño en cadera rauda a descolgar, pensando que sería el padre y preparada para dar un poco de penilla: éste niño no me ha dejado ni cinco minutos de paz, hoy cocinas tú.
Pero no. No era el padre. Era una mujer, una mujer entrenada para vender. Para vender, en este caso concreto, enseñanza. Para vender mejores notas. Para vender una academia para opositores, vaya.
Y yo, que por esa época no tenía ni idea de que iban a salir plazas para el 2014, me puse alerta. De pronto me puse nerviosa, muy nerviosa, y empecé a hacer mogollón de preguntas: ¿cuántos temas entran?, ¿usted cree, con sinceridad y sin paños calientes, que con los 11 meses que quedan, másmenos, para que sea el examen, da tiempo a prepararlo? ¿cuántas posibilidades reales hay de sacar plaza o interinidad? Y la mujer, como digo perfectamente entrenada y nunca dispuesta a ceder al desasosiego ni a las dudas -razonables- que los futuros alumnos pudieran alegar para no matricularse por un módico precio en su academia, me respondía a todo, y todo me parecía maravilloso,fácil, perfecto, hecho para mí. Y me motivé mucho. Me motivé a tope. Me motivé como una opositora en una papelería industrial, y no me metí la leche hasta que esta superwoman entrenada para motivar al más pintao, dijo: hombre, lo suyo es emplear entre cinco y ocho horas diarias al estudio. Y fue ese preciso momento el que M. aprovechó para hacerse notar, con unos gritos agudos de verdadera felicidad, alborozado por el vuelo de una grácil mariposilla que atravesaba dichosa el jardín.Y la mujer, la superwoman preparada para vender ante la más terrible adversidad, lo escuchó.
-Uy, ¿he oído a un pequeñín? ¿Eres tú la mamá?
-Pues mire, sí. Así que por favor, acabe ya con esta agonía y dígame si con dos o tres horas diarias de estudio,que son las que aquí el amigo me va a dar de tregua, es esto posible.
-Claro que sí, mujer, no te preocupes...estamos preparados para estos casos -soy un caso, pensé-: sólo tienes que contar con nuestro supermegahipermaravilloso curso online, todo homologado y súper metódico para que no tengas que preocuparte de nada.
-Ya...¿y a cuanto está el mes, dice? Más que nada porque, créame, eso sí me preocupa.
Y su respuesta fue el fin de nuestra relación comercial.
Pero lo malo malísimo del asunto es que la mujer ya había hablado de número de temas, del formato de la oposición, de qué materia entraba...y a mí ya se me habría abierto un nuevo universo: yo tenía, sí o sí, que opositar. Y, no sé por qué, a mí 72 temas como que no me parecieron mucho. Como que un examen con parte práctica se me antojó hasta divertido. Como que una (bueno, dos) exposición ante un tribunal, me pareció algo inspirador.
Así que, investigación cibernética mediante, me compré por internet el temario más recomendado, el temario más querido por los opositores españoles que han tenido a bien, alguna vez de las múltiples que se han presentado, compartir sus experiencias con los cibernautas novatos. Y me lo compré encantada, feliz, liviana y, como no, motivadísima por culpa de la superwoman.
Y todo ese ideal platónico sobre la oposición se mantuvo en mi mente hasta que el de MRW aparcó en la puerta y me entregó el temario, una aciaga tarde del mes de agosto. A punto estuve de hacerme la desconocida y decirle que no, que ese paquete que sujetaba con dos manos y cara de esto pesa un huevo, no era para mí.

Pero, ay, ya era tarde. 

jueves, 24 de octubre de 2013

Nuestro plan C


Muchas veces pasa que una hace planes, visualiza, calcula...y luego la vida decide que mejor no, que mejor nos abre otros caminos.
Bueno, pues eso es lo que nos ha pasado a mi pequeña familia y a mí. Os cuento para los que no nos siguen desde el principio: M. es mi hijo, ahora tiene trece meses inquietos y llenos de vida, de descubrimientos diarios, de saberse cada vez más independiente. El padre, un hombre tranquilo, melenudo y bastante gracioso, hace las veces de personaje secundario en este jaleo de vida que nos traemos desde que M. llegó y de la que quiero dejar constancia escrita. Y yo, Paula, periodista y profesora en paro, embarcada ahora mismo en la aventura misteriosa y un poco temeraria de preparar unas oposiciones a docente de Secundaria a la vez que crió a M. e intento sobrevivir al día a día familiar, que tiene tela. 
Como digo, este no era el plan inicial; éste consistía en coger mi baja maternal durante cuatro meses y volver a mi trabajo en un canal de televisión. Pero quince días antes de dar a luz, llegó la dichosa patada en el culo que me dejó compuesta y con bombo.
Y el plan B, ese que consistía en buscar trabajo durante este año de vida de M., tampoco ha dado resultado. De modo que hemos puesto en marcha, y digo bien, hemos, porque está media familia pringada en el cuidado de M. para que yo pueda más o menos estudiar, nuestro Plan C.
Este Plan C no es otro que sacarme como sea una plaza de profesora de Historia. Una plaza misteriosa, por otro lado, porque no hay ni convocatoria, ni número de vacantes, ni fecha ni . Pero la idea está ahí, la información corre como la pólvora... y hay que ponerse las pilas.
Y para finalizar esta presentación/explicación de mi vida y mi propósito, os digo que si el temario infinito al que me enfrento cada día me enseña muchas cosas, me hace recordar otras, me hace inventar situaciones históricas ingeniosas y ridículas que espero no me asalten el día incierto del año que viene en el que me examine... pues como digo,si este temario me enseña cosas, M., mi hijo...me enseña mucho más.

Nos empezamos a leer por aquí :)


miércoles, 23 de octubre de 2013

El día que tengas un hijo...

-Este niño es un poco ñoño, ¿no?
-¿Ñoño?¿Ñono? Te vas a enterar, tronco. 
El de la primera frase, era mi hermano. La de la segunda, yo.
M. y su pelo de niño antiguo
El colega se sienta en su trono de superioridad y me llama ñoño al niño. Creo, sinceramente, que porque hace años que no convive con ningún bebé y porque no sabe que, básicamente, lloran por casi todo lo que todavía no saben decir. Éste niño es un cabezota, y como buen cabezota que es, berrea cuando algo no le sale, cuando se cae intentando andar, cuando no llega a lo que quiere. Tiene ratos de esos de no separarse de mí, pero vamos, ¡ojalá fueran más!, me gusta mucho cómo me busca…pero bueno, bueno. No estoy aquí para defender a M. por ñoño, vamos, aunque lo fuera, que sea lo que quiera. Estoy aquí para contar cómo he bajado -o intentado bajar, a las pruebas me remito- los humos al machacaniños de mi hermano.
Resulta que, ahí donde hoy se ve a ese machote, hasta hace unos años, había un polluelo indefenso, un polluelo que no volaba, que no conocía mundo por que sólo quería estar con su mamá. Mi hermano era uno de esos niños a los que su madre acostaba, tranquilamente, en su camita, después de unos cuantos besos y mimos de rigor. El niño se quedaba aparentemente entregado a los brazos de Morfeo, y de pronto en la casi oscuridad del pasillo que mi madre dejaba iluminado para que no tuviéramos miedo, cuando esa madre salía a tirar la basura tras haber recogido la cocina -a día de hoy nos ha confesado que esos cuatro minutos de frío nocturno por la calle vacía eran como su cigarro imaginario post día duro, en caso de que hubiera sido fumadora-, el niño preguntaba asomando su cabeza entre las sábanas:
-¿mmmmmmama?
Y yo, asomando a mi vez mi respectiva cabeza de entre mis respectivas sábanas, respondía desde mi habitación: ha ido a tirar la basura, ahora viene.
-Yo creo que se ha ido, me voy a buscarla- decía él mientras se ponía de pie y encendía la luz.
Y aquí tengo que confesar que a mí tampoco me hacía falta mucho más para acojonarme y salir corriendo escaleras abajo en busca de la madre perdida. Salíamos a la puerta del jardín, en pijama y descalzos y empezábamos a llamarla: ¡mamáaa, mamáaa, ay dios mío que nos ha abandonado, mamáaaa, mamáaa! Y nos abrazábamos los dos con las mejillas muy juntas mirando al vacío y pegando unos saltos sobre los adoquines que es que a mí se me clavaban hasta el alma, pero era tal el acojone de vernos solos sin mis padres que en esos momentos, la verdad, el futuro de mis pies me parecía una nadería.
En un momento dado, al escándalo, salían los vecinos, a veces ya con cara de la madre que los parió que pesaitos. Y mi madre aparecía al fondo de la calle flipando, con cara entre de susto y culpa y nos metía pa´dentro arremolinados entre sus piernas, con ganas, fijo, de darnos un collejón por peliculeros.
Que me digan a mí si eso no es ser ñoño.
Otra práctica habitual de mi hermano ñiño era, por lo que veo, algo bastante habitual: cuando mi madre se duchaba, él se metía poco menos que hasta la jabonera y se quedaba ahí de sujetabotes de champú. Tengo grabada en la mente una frase de mi madre -evidentemente, porque yo también estaba allí jaja-: ¡te vas a enterar tú de lo que vale un peine como cuando seas mayor y te eches  novia no me hagas ni caso! He de decir que yo estaba, pero no molestaba: solía leerme las pegatinas de los productos de cosmética de mi madre y sentarme cerca del calefactor a calentarme los pinrreles. Pero mi hermano…mi hermano era el niño por qué: ¿mamá, por qué te duchas? y ¿por qué el jabón es blanco? y ¿por qué no te duchas más pronto? y ¿ por qué vamos a cenar acelgas? ¿y por qué tú te duchas sola y a mí me bañas con Paula? 
Con el paso de los años he comprendido la cara de mi padre al llegar de currar, abrir la puerta del baño y encontrar la siguiente estampa: mi hermano sentado en la taza del water con una mano en las rodillas y la otra sujetando la cortina entreabierta para escuchar lo que mi madre contestaba a sus inquietantes preguntas; mi propia madre que contestaba cosas a veces inverosímiles entre los goterones de champú que le corroían la retina intentando no mojarle, y yo sentada en un rincón con un bote de algo entre las manos, a medio palmo de los ojos porque se ve que por aquel entonces todavía nadie se había fijado en mi problemilla y con los pies casi metidos dentro del calefactor, que es que a veces olía hasta a chamusquina, de verdad.
De modo, querido hermano, que si M., mi niño, es ñoño como tú dices, y está amariconao, tiene a quién parecerse.
Tras exponerles estos ejemplos de ñoñez propia, se ha quedado sentado en el sofá mirando al niño muy serio, yo pensé que reflexionando y tal, sobre lo bonito que era tener a mamá al lado para todo lo malo que a uno le pudiera pasar, poder preguntarle todo, estar con ella hasta en la ducha, tener siempre esa sensación de no estar solo y de tener una madre que no dejaba nunca que te sintieras así. Pero no. El tío seguía a lo suyo:
-Pero entonces… ¿por qué llora tanto? Lo que tienes que hacer es ponerle ya a Goku y a Oliver y dejarle de mariconadas de gallinas y de abejas, a ver si se espabila un poco. Yo a mi hijo…
Y ahí le he dejado imaginando su vida paterno filial; el día que tenga un hijo… el día que tenga un hijo, le sacaré este post. :)  Y luego, hablamos.
Lo mejor de todo es que luego, cuando están solos, le dice unas cursiladas y le planta unos besos que a mí me dejan de piedra pómez.
El que va de tiarrón, no te digo ;)