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miércoles, 25 de septiembre de 2013

In the middle

Que a veces hay que darle al bebé lo que sea, ya, ahora mismo, lo que esté más a mano para que nos deje acabar de comprar la fruta, es por todas sabido. M., claro está, no es una excepción. De hecho, de los bebés que me rodean, podría decir que es de los más cabezotas e inquietillos.
Un middle como otro cualquiera
A él ir en la mochila es que le encanta. Ve que me la estoy poniendo y se le forma una sonrisa todavía más bonita de lo habitual, da palmitas, me echa las manitas, en fin, se comporta como un niño al que le mola ir a la calle, vaya. A mí personalmente me gusta más sacarle en la mochila que en el carro: Galapagar es un pueblo sembraíto de regalos perrunos en las aceras, no hay rampitas, y mi casa está por así decirlo en la parte baja, de modo que para ir a la plaza, el centro neurálgico alrededor del cual se reparten todos los comercios vitales, tengo que tirar cuesta arriba, sortear obstáculos, subir escalones, bajarlos…este tipo de aventura diaria es demasiado para mí, me cuelgo al retoño y santas pascuas. Cuando tengas dos…cuando tengas dos, ya veremos cómo nos apañamos.

El caso es que mientras caminamos, no hay ningún problema: los pajaritos cantan, las nubes se levantan, M. parlotea, yo respiro, las abuelicas nos saludan, el mundo gira lento y maravilloso. Pero claro, casi todo paseo tiene una seria de metas, unos objetivos, más allá de estirar las piernas y hacer algo de ejercicio. Hay que hacer compras, hay que parar cuando encontramos a algún conocido, hay que saludar a los tíos en la panadería. Y esto de las paradas, es el punto débil de M. No lo soporta. Según nota que reduzco el paso, se va poniendo nervioso, se va poniendo tenso y, porque no puede hablar, que estoy segura de que si no me diría, mamá, no te pares por favor, quiero acción y no que me anden sobando los mofletes y dándome pellizquitos y pidiéndome con voz de pito ¡di hola, di hola, di hola!
Pero como parar hay que parar, se me ha hecho necesario, a lo largo de este año en el que madre e hijo nos hemos ido conociendo, llevar a cabo una serie de maniobras de distracción que me den ese margen de unos cuantos minutos que necesito para comprar o hacer las gestiones que sean sin parecer el correcaminos. Y esas maniobras no son otras que las mundialmente conocidas como darle cositas: trozos de pan, tickets, las llaves, hojitas que cogemos por el camino, un aspito alguna que otra vez.
Y las coge, las coge. Él las coge hasta que se aburre. Y cuando esto ocurre, no sé la razón, en lugar de hacer lo que hace cuando está en tierra -tirarlas a tomar viento fresco sin miramientos-, las va acumulando…ahí. In the middle. En mi canalillo.
No me importa, ¿eh? Con esto de la lactancia, canalillo hay pa´dar y tomar. Yo le dejo lo que necesite para distrarse esos minutos, y lo malo es que se suele olvidar. Y como él lo deja ahí y no se caen, pues ni me acuerdo… hasta que me tengo que acordar a la fuerza: las llaves si estoy frente a la puerta de casa ya de vuelta, el dni si tengo que pagar en la tienda de al lado…este tipo de cosas. Total, nada del otro mundo cuando los únicos humanos presentes en la faz de ese cacho de Tierra somos M. y yo.
Pero yo soy una mujer dispuesta, a mí cuando me parar por la calle y me preguntan, hago lo imposible por ayudar: si es la hora, saco el móvil de las profundidades de la mochila así me cueste diez minutos; si es un chicle, y después de repetir unas cuantas veces eso depero que si quiero o que si tengo, pues lo doy; que me preguntan por el parking municipal, pues si es preciso hasta les acompaño a la entrada. Y un día, pasó que me preguntaron por la farmacia, en la que casualmente yo había estado un ratillo antes, y donde había dado a M. un papelito de esos con los horarios de guardia que hacen en cada pueblo mientras esperábamos la cola, que ese día era larguita y de las de parejas de ancianos recién salidos del ambulatorio con el tocho de recetas.
pechis
Tipo otoño, sin riesgos.
Total, que al rato un hombre me paró:¿disculpe, la farmacia más cercana? Y era de esas veces que una se encuentra muy mal situada para indicar, porque hay que decir trece mil veces eso de la primera a la derecha, la tercera a la izquierda y otra vez a la derecha. Así que, mientras liaba la cabeza al hombre con tanta indicación, me acordé del papelito, donde hay un mapa con la localización de cada farmacia. Y acudí presta a enseñárselo. Y el papelito estaba ahí, bien arremetido hacia abajo, bien guardadito in the middle. Lo saqué como pude mientras me excusaba: un momento, parece que ya, a ver si ahora, ¡sí! !aquí! ¡tome!
Cuando me di cuenta de lo que acababa de pasar -y de lo que acababa de enseñar, porque en verano es complejo el tema del porteo discreto-, subí la mirada así lentamente, primero las pupilas y luego las gafas, y miré al hombre.
No sé quién pasó más vergüenza, si yo arrugando el papelito en la mano haciendo como que no le acababa de ofrecer el plano recalentao de ir entre mis pechis, o el hombre haciendo como que no había visto nada.
A ver si ahora que llega el otoño y las camisetas cerraditas, se soluciona el problema :)

martes, 24 de septiembre de 2013

Pobre Dimitri

Desde que llegó M., mi madre es una madre obsesionada con mi descanso. Se harta de decirme que es mucho más cansado trabajar en casa que fuera de ella, que criar a un niño es agotador y que tengo que descansar. Tal es su empeño – y se lo agradezco a tope, ella es la única para la que todavía aparte de mamá soy hija-, que hace unos meses, empezó con una campaña familiar cuyo objetivo era regalarme tiempo. 
Tiempo
Así, pasó de quedarse algunos ratos con el enano y darme túpers con manjares maternos que en determinados momentos pueden hacerte saltar hasta las lágrimas, al golpe de efecto, al regalo definitivo, al elemento que me iba a regalar ese tiempo tan fundamental para mí a ojos de mi familia: Dimitri.
Semanas antes de mi cumpleaños, en casa de mi madre se extendieron como la peste miradas cómplices entre ella, mi padre y mis hermanos. “Para tu cumple te vamos a regalar tiempo”Ah, decía yo, genial, y ¿cómo, si puede saberse? Pero no podía saberse porque allí nadie soltaba prenda. Al final me puse tan pesada que acabaron confesando que era algo electrónico. Lo dudé diez segundos, pasados los cuales grité : ¡UN iPAD! Como digo, lo grité, no lo pregunté. Y nadie me sacó de mi error, aferrados todos ellos a la voluntad de sorprenderme. Pasado el tiempo y mirando a Dimitri, me recuerdo pensando que en qué momento exacto yo vi que una tablet de esas me iba a regalar tiempo, pero oyes, que me cegué con el adjetivo electónico y me lo creí.
Pues llegó el día de mi cumple. Hice un rollo ártico para convidarles que es que quitaba el sentío, rico, rico. Despejé el enchufe más cercano al sofá donde pretendía que merendáramos para poner a cargar lo más rápido posible mi futuro ipad. Y llegaron. Y se sentaron, y se zamparon mi rollo ártico. Y llegó el momento de darme el regalo y mi padre trajo del coche un paquete gigante. Yo pensé: joe los de Apple, menudo embalaje gastan para algo tan pequeño. 
Rompí el papel rápido, emocionada, mientras M. me miraba alucinado y yo pensaba en lo bien que iba a escribir yo mis post desde el jardín o desde el parque con mi flamante tablet. Pero lo que apareció ante mis ojos no fue un ipad, no. Lo que apareció ante mi atónita mirada fue, nada más y nada menos, que Dimitri. ¿Quién es Dimitri?, os preguntaréis. Pues os preguntáis mal. La pregunta correcta es ¿qué es Dimitri? 
dimitri
Dimitri en acción, uno de los pocos días que trabajó para mí.
Dimitri no es otra cosa que un miniaspirador inteligente, un robot vaya. Un robot aspirador, ese elemento que, según explicaba mi madre, iba a regalarme todo el tiempo del mundo, porque tú lo dejas en la habitación que quieras y te vas donde sea y él solo, ÉL SÓLO, te limpia el suelo. 
Mi cara supongo que fue un poema, pero nadie se acuerda de eso porque lo único que todos querían era ver a Dimitri en acción. Le cargamos y se puso a rular. Todos le admiraban. Tiraban migas al suelo para ver cómo se las zampaba. En fin, se fueron y ahí nos quedamos el padre, el niño, Dimitri y yo, todos mirándole sin saber muy bien qué decir.
Total, que al día siguiente, cuando Dimitri todavía no tenía nombre, cerré la puerta del salón y retiré todo lo que pudiera molestar al señorito en su camino. Le dejé en el suelo, le miré y me salió del alma: a currar, Dimitri. Así fue como quedó bautizado. Para ir finalizando esta historia, os diré que nuestro idilio duró siete días, lo que tardé en meterle de nuevo en su caja. La razón: es un coñazo, así os lo digo. Hace un ruido infernal, le molestan las alfombras, le molestan las patas de los muebles, no entra debajo del sillón, te obliga a salirte del lugar en el que pongas y te ves como una boba encerrada en la cocina sin poder hacer nada mientras él olfatea el suelo en busca de la mierdecilla, a veces se pone cabezota con un rincón y se tira diez minutos estampándose contra el rodapié una y otra vez, como un coche teledirigido al que le han dejado el botón de acelerar todo el tiempo apretado. Vamos, que volví con alegría a mi mopa de toda la vida.
Cuando en mi casa se enteraron, se ofendieron bastante. Dimitri acabó allí, adoptado en casa de mi madre, y oye, parecía que estaban todos encantados. Yo llegaba y cuando le oía a lo lejos decía: ¿qué, ya tenéis a Dimitri currando? Claro que sí, hija, si es que es un gustazo, un ahorro de trabajo…oi oi oi, qué descubrimiento, qué desagradecida de verdad, mira que no usarlo. 
Pero esta mañana, raro en mí, yo llevaba llaves de casa mi madre, así que he entrado con ellas sin necesidad de llamar. Como ella estaba abajo, mi hermano arriba y M. tenía uno de sus momentos de paz interior y estaba calladito, nadie se ha enterado de que hemos entrado. De pronto, una voz ha bajado por la escalera: ¿mamáááá, saco a Dimitri? Y otra voz le ha contestado, en este caso subiendo la escalera: Nooooo, que creo que hoy no viene Paula. Pasa la mopa.
¡Os pillé!, he exclamado triunfal, sacando a M. de su ensoñación.
Cuando me he hecho presente se han echado a reír de mala manera, supongo que disfrutando de todo el tiempo que me la han estado dando con queso. A ellos tampoco les convence, lógico. Pa´qué veáis, les he dicho, muy digna yo. Pero lo cierto es que me ha dado pena por Dimitri, solito, en un rincón, mirándonos y sintiéndose, supongo, bastante utilizado. Casi casi me lo traigo de vuelta, pero no; de pronto me he acordado de mi no ipad y ahí le he dejado, al pobre, con su familia de adopción.
Pobre Dimitri.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Premonición

Eso que se ve ahí abajo es mi calle. Está formada por quince casitas, habitadas por quince familias, unas más raras que otras. Pero no es la rareza o no de esas familias la que más nos une o nos separa. Desde hace unos meses – un año, digámoslo claro, el tiempo que tiene el churumbel-, una se reconoce como perteneciente a un grupo gracias a los hijos. Antes te dividían por otros asuntos: estudiante, hippie, hortera, madrileña… este tipo de cosas. Ahora, la cosa es mucho más simple: madre o no madre (si no vas con el hijo y sigues siendo la misma, entonces puedes colarte en el grupo de las no madres y nadie se dará cuenta… hasta que abras el bolso y aparezca un mordedor, o te suene el móvil y lo primero que digas antes incluso de mirar quién es, sea: ¿que le ha pasado al niño?).
El escenario de la premonición
El caso es que aquí, en esta urbanización, hay alguna que otra familia con niños. Son familias como la nuestra, con niños que todavía son muy pequeños, es decir, que no andan, no corren, no salen solos a la calle. Por lo tanto, cuando nos encontramos los padres, nos sonreímos, nos preguntamos cómo se llaman los enanos, el tiempo que tienen… y poco más. He ido a caer en una comunidad de tímidos, qué le vamos a hacer.
Pero hoy, hoy ha tenido lugar un momento mágico, un momento que ha sido como preparado por los dioses para irnos poniendo sobre aviso. Una premonición. Resulta que cuatro de las cinco familias con hijos o a punto de tenerlos, nos hemos encontrado de frente y sin margen para recular. Una especie de encerrona infantil que hemos llevado como mejor hemos podido: asumiendo una realidad que ya planea sobre nuestras cabezas.
Era cerca del mediodía, en esa hora en la que la gente que curramos en casa solemos salir a hacer los recados que toquen ese día, a saber: el pan, descambiar unas zapatillitas que compramos pequeñas, comprar un pollo para hacer en el horno, ir al carpintero a preguntar cómo va ese tablero, acercarnos a la liberaría del pueblo a ver si tienen ya ese libro que encargamos y no termina de llegar. Era, como digo, esa hora, y los astros se han alineado para que saliéramos casi a la vez de nuestros respectivos hogares. Según cerraba yo la puerta de mi jardín, miraba cómo ellos cerraban la suya y me miraban a mí cerrar la mía. Claro, nos hemos encontrado en la calle.
Casi, casi podíamos ver los arbustos rodar por el cemento antiguo de la calle como si estuviéramos en el lejano oeste, mientras nos mirábamos como suspendidos en el tiempo con las piernas entreabiertas, cada uno desde la puerta de su casa. Silbaba el aire entre los árboles que empiezan a perder las hojas, nos quemaba el sol en la cabeza y la estampa que ofrecíamos era la siguiente:
En la parte de abajo de la calle, M. y yo. Yo mirando mi flamante plantita de stevia mientras cerraba y él en su mochila, poniendo en práctica la nueva modalidad: hacer el murciélago. Esto consiste en que no importa si donde va es pañuelo, fular o mochila…él se echa hacia atrás, formando un arco casi perfecto con su espalda, y se dedica a mirar el mundo del revés. A veces creo que esa debe ser la forma correcta de mirarlo para entenderlo y que M. es el único que se ha dado cuenta, pero ese es otro tema. El caso es que las otras tres madres y la otra pareja lo han visto perfectamente. Y en sus ojos se ha podido leer: así que este es el travieso.
En la parte superior, la pareja, que esta sí que era un poema: la nenita de tres años berreando en las rodillas del padre y los gemelos de dos meses, cada uno en su maxicosi, meneo va meneo viene de su madre mientras el padre cerraba la puerta y abría el coche. En los ojos de los demás se ha leído: la princesa destronada y los polluelos siameses.
Al lado, justo al lado de ellos, la madre misteriosa, con sus dos niños de tres y cuatro años, rubios como alemanes y educados como británicos que no sé por qué hoy no estaban en el cole y salían de casa los tres juntos. La lectura: estos son los tranquilitos, aunque igual son los mosquitas muertas y todavía no han dado la cara.
Y por último, en la parte central de la calle, la embarazada. En su cara gordita, mientras se acariciaba la  barrigota enorrrme y perfecta, todos hemos podido leer: o sea, que algo parecido a esta pequeña muestra es lo que me espera. Me ha parecido ver cómo daba hacía atrás un paso simbólico, un mejor me meto en mi casa y hago como que no estoy de siete meses.
paz
Uno de mis momentos de paz futura susceptible de ser perturbado por la pandilla de enanos
Pero no se ha ido y  nos hemos mirado por primera vez a los ojos todos juntos, los padres, mientras una frase flotaba en el ambiente: tú sabes que yo sé y yo sé que tú sabes que de aquí a un año y medio estos siete muchachos de edades parecidas harán pandilla y aparecerán corriendo en la paz de tu casa mientras te pintas las uñas para pedirte un bote de mermelada vacío para cazar una lagartija; o a pedirte permiso para ver una peli en mi casa; o a pedirte permiso para dormir en la casa del de más allá. Sabes que te tocará aparecer en la puerta de mi casa, en ropa vieja, a las nueve y cuarto de una noche de sábado buscando a tu chiquillo, que se le enfría la cena, para encontrarte con que a mí me había dicho que tú le habías dicho que se podía quedar a cenar y ya te lo tengo cenado y mirándote con carita de ángel inocente.
Sabes que nos tocará hacer de árbitro en partidos de fútbol en la parte de atrás, en discusiones, en peleas, sabes que nos tocará compartir cumpleaños y hacer la vista gorda cuando se enfaden y poner en práctica juntas ese complicado equilibro tan difícil de mantener cuando mi hijo haga algo malo y te den ganas de echarle la bronca pero te cortes porque es un tema espinoso.
Y con este tipo de pensamientos que salían como banderas luminosas de nuestros cerebros, nos hemos ido encaminando cada uno a nuestros quehaceres bajo el sol del mediodía.
M. se ha quedado mirando a los gemelos con una mirada que no he terminado de leer con claridad… creo que era una mirada entre protectora que decía yo os cuidaré, pequeños, en la jungla de nuestra calle, y que también decía ya os enseñaré yo cómo sobrevivir en esta jungla, ya, enanos inexpertos.
Como digo, una premonición. :)

domingo, 22 de septiembre de 2013

La pequeña república

Ayer hubo mucha gente en casa, celebramos el cumple del enano con los amigos y la familia más cercana. Hizo muy buen tiempo, así que estuvimos en el jardín hasta las doce o así que se fueron los últimos amigos, con sus dos niños dormidos, agotados, apoyados en los hombros y con los morretes todavía manchados de tarta.
El caso es que el jardín está al lado de la cocina, como todo lo fresquito estaba en la nevera, estábamos todo el tiempo pasando a ella. La gente entraba, se apoyaba en la encimera, se sentaba en un taburete, cogía una lata, se asomaba por la ventana, volvía a salir. Es una cocina grande, a mi modo de ver acogedora. Pasamos en ellas muchas horas del día, a veces viene gente y nos sentamos allí mientras hierve el agua de la infusiones o mientras sube el café, y luego nadie se acuerda de volver al salón.
En nuestra cocina hay siempre una mesa con mantel de tela, con una flores en el jarrón que cambio cuando me acuerdo, cuando se secan, cuando aparecen otras nuevas en el campo de al lado y nos acercamos en un momento a recogerlas. A veces huele a café, otras muchas a pan tostado. Ayer la compararon con un pueblo del Pirineo que siempre huele a chocolate. El horno es un horno activo, al que conozco bien y sé que calienta más de lo que dice, he horneado mucho ya en él. Escribo en mi ordenador mientras en su interior crecen los bollos, o las tartas de manzana, o se forma la base para hacer la tarta de limón que tanto le gusta al padre. Me gusta levantarme de vez en cuando, dejando a medias lo que escribo, acariciar la cabeza de M. que juega en el suelo con unas tapas de potito, y acercarme al horno. Oler el aire que se escapa de él. Intentar adivinar con mi ojo clínico cuántos minutos le quedan. Si M. empieza a quejarse por estar muy solo, le cojo, abrimos la ventana, miramos al gato.
Muchas veces suena la vieja minicadena, otras muchas escribo en silencio, o escuchando el parloteo de M., o los planes de la vecina con su novio calvo, que es que se oye todo. M. llega a la minicadena desde su trona, y a veces cambia y de pronto se oye a un locutor desconocido que parece que está sentado frente a mí en la silla de madera.
Mi cocina se transforma, y parece otra cocina cuando viene mi hermana y se agacha para sintonizar su dial, ese dial de música de fiesta, regetton, de música de bailar y saltar. Y veo cómo se llena el vaso de agua, o cómo abre la cocacola y se acuerda de las fiestas del pueblo, y canturrea esas letras pornográficas y se ríe porque se debe de acordar de algo que le pasó en el pub con esa canción de fondo.
Las paredes son amarillas, yo pego fotos, pego posters, pego calendarios, pego lo que sea. Escribo en ellas la altura de M. el día de su cumple, me imagino todas las líneas que acabarán apareciendo a lo largo de los años señalando alturas de más niños, de mis niños.
confeti
Restos de confeti
Es una cocina en la que se puede hablar durante horas. En la mesa se puede poner la máquina de coser, se puede conectar el ordenador, se puede pintar con acuarelas. Se podrán hacer deberes, repasar lecciones, tomar colacaos a última hora hablando de las cosas pendientes para mañana. Se pueden oír las noticias, leer a gusto, abrir las ventanas y respirar.
Ayer a última hora, rodeados de platos sucios, de montones de vasos con restos de fanta, de trozos de empanada abandonados, el padre y yo recogíamos los restos de la fiesta. M. dormía en el sofá, al fin, agotado y desconcertado, que hasta lloró cuando todos emocionados le cantamos el cumpleaños feliz y yo creo que él  pensaba qué les pasa a todos estos locos que parecen idiotas. Como digo, estábamos ya recogiendo los dos, descalzos, partiéndonos de risa con algunas cosas que nos habían hecho reír durante la fiesta.
Mientras yo zampaba brownie con helado de vainilla sentada en el suelo como si no hubiera mañana, le miraba a él poner el lavaplatos. Desde que llegó M. estos momentos de relax adulto son cada vez más fugaces (han sido sustituidos por otros momentos que nada tienen que ver pero que son mágicos también), y como ya se sabe que en una familia también se discute y se grita, cuando llega esta calma tras un día tan agotador es una verdadera maravilla ser consciente de esa paz doméstica y valorarla tanto como esos momentos de tormenta que forman parte también de la vida.
Sentada en el suelo, agotada y medio dormida, me acordaba de toda la gente querida que había venido, de la que faltó, de la tarta que hice a mi hijo con tanta ilusión, del jardín lleno de risas, de mi gente recordando momentos, del suelo del pasillo lleno de confeti con forma de Mickey que cayó del último regalito que le trajeron a M.
A veces, y sólo a veces, se llega una a dar cuenta de lo que realmente significa la palabra hogar.


viernes, 20 de septiembre de 2013

Listillos

Hace un rato, he comenzado de nuevo a respirar.
La cosa empezó esta mañana, cuando de pronto he divisado una mancha oscura y bastante sospechosa debajo de mi coche. Nos hemos acercado M. y yo, cautelosos, a intentar averiguar si era mancha propia o ajena.
Era propia.
Llegados a este punto, el común de los mortales hace lo que tiene que hacer: saca los papeles del seguro y llama a una grúa. Yo, o la gente como yo, nos dedicamos a dar vueltas alrededor del coche a intentar averiguar cuál es la avería y si hay alguna manera, de este mundo o del otro, de arreglar el asunto sin pasar por el taller. Bueno, en estas estábamos mi chiquitín y yo, cuando ha aparecido el jardinero.
El jardinero es ese señor que lleva toda la vida arreglando el jardín de esta, nuestra comunidad, sin que nadie sepa cuándo lo hace. Por esas cosas que tiene la vida, hoy ha aparecido en el momento en el que la opción llamar de a la grúa empezaba a vislumbrarse como la única posibilidad real de salvar al cochecito, porque lo que había en el suelo no era nada más y nada menos que aceite. Mucho aceite.  Peeeeero, -siempre hay un pero-, resulta que rrraro, rrraro es el hombre que no se ve poseído por el espíritu de un mecánico cuando ve un automóvil en apuros. Luis, el jardinero fantasma, no podía ser menos:
-Niña, eso es aceite.
-No me digas, Luis. 
-Sí, tiene toda la pinta-. Se ha tirado al suelo. Se ha tirado al suelo y con su dedo índice, ha tocado la mancha metiendo la cabeza bajo el coche mucho más de lo necesario, más que nada porque la mancha salía provocadora hacia el centro de la calle, yo misma si hubiera querido, desde mi posición me hubiera podido agachar a tocar con mi dedo la mancha y corroborar que no era agua. Pero debe de ser que meterse todo lo posible bajo un coche para hacer un diagnóstico casero es lo más. Lo que decía, aceite- me ha dicho acercándome peligrosamente el dedo a la cara.
-Pues ale, a llamar a la grúa. Gracias Luis, buen día.
-Prepara perras, ¿eh? Prepara la tarjeta, niña, que eso es un pico.
-¿Cómo que un pico? No, hombre, no, eso es una mancha de aceite de alguna pieza y listo. Fijo. -tiene que serlo, tiene que serlo, tiene que serlo me repetía en mi interior-.
-Tu es que seguro que te has dejado el cárter en algún badén que has cogido a lo loco.
-Sí bueno… -a la cabeza me han venido todos los badenes que he pasado en estos años sin frenar…lo que debería-.
-Si es que claro, vais todas iguales y pasa lo que pasa…
-Ehhhh…gracias Luis-.  Lo que me faltaba.. .mujeres, volante, peligro constante y todos esos tópicos repetidos por mis primos mil veces en la infancia. Crecer rodeada de machotes ha hecho que a mí estos chistes ya como que no, oye, que no me salpican, pero no estaba yo por la labor de argumentar con el señor, que tenía toda la pinta de empezar con la retahíla de lindezas masculinas del motor.
En estas estábamos cuando se ha sumado al cotarro otro vecino, el de los tres mil perros:
-Uy, aceite, malo. 
He hecho como que ya hablaba con el de la grúa, total pa´ qué. Pero ha salido otro más, el hippie. Este no tiene ni pajolera de coches, pero como es el líder de la comunidad tenía que meter baza. Es un buenazo. Y como repito, de coches debe saber lo básico, así como yo más o menos, y aunque también se ha mojado el dedo y me ha corroborado que es aceite, ha tirado por otros derroteros. Sus derroteros, vaya:
Que el calabacín que ha saltado a mi patio, que nos lo quedemos, que a la plancha es un manjar. Y yo que no hace falta, por dios, que estaba esperando a que terminara de crecer para pasárselo. Y él que no. Y los del seguro a lo suyo, pulse uno para asistencia el carretera, pulse dos para asistencia en domicilio, pulse catorce si ninguna de las opciones anteriores es su opción y necesita hablar con un agente. ¡GRACIAS! Y el hippie que no. Y yo que sí. Y él, que además, me va a acercar un par de tomates, que no me mueva. Y yo miraba a M. y le preguntaba bajito: ¿ y dónde nos vamos a ir?
Total, que mientras el hippie repartía panes y peces, el jardinero y el otro vecino han calculado: así a grosso modo, unos quinientos. Más I.V.A.
He dejado al niño en el suelo para hiperventilar a gusto.
Al de la grúa casi me lo como con patatas. Y el hombre era bien majete, ¿eh?, pero allá donde yo miraba, veía un 500 así en grande y un I.V.A misterioso que se sobreponían a todo. Menudo agujero a la cuenta, yo no hacía más que intentar calcular cuántas cajas de pañales eran esos quinientos más i.v.a.
El fin de la historia es que el del taller me ha tenido todo el día en ascuas -es que se ha sumado a la teoría del badén antes incluso de subir el coche al elevador ese y verle las tripas-, porque me ha dicho que si era el cárter, era una cifra maja. Y yo le decía, pero a mí háblame claro, Carlos, a mí háblame claro porque no es lo mismo quinientos que mil que veinte. Y él: veinte ya te digo yo que no. Y yo abrazaba a M. en su mochila y nos veía debajo de un puente, así a lo dramático.
Al fin ha llegado la llamada: sesenta euros, maja. A las ocho lo tienes.
He recuperado los años de vida que mis adorables vecinos me habían quitado de buena mañana. Ganas me han dado de llamar a sus puertas y de buscar al jardinero por todo el pueblo y decirles a los tres:
No ha sido un badén cogido sin cuidado, listillos. Licenciaos, que sois unos licenciaos.