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miércoles, 17 de julio de 2013

Genio y figura

La casa de los abuelos puede que sea el lugar en el que más yo me siento, en el que más sigo siendo la misma.
Desde que llegó M., la abuela ha cambiado. Para bien, digo. Donde antes había una mujer alegre, despreocupada, un poco pachucha de salud y de ánimos, ahora hay una mujer hiperalegre, superdespreocupada y prácticamente curada de sus problemas de salud. Todo esto hace que en su casa pasen cosas bastante extraordinarias que no habían pasado  nunca hasta que llego el nieto: la cocina se queda sin recoger porque M. quiere jugar; la lavadora pita y pita y pita desesperada anunciando su fin mientras mi madre y M. se parten de risa en el jardín; el teléfono suena como loco mientras los dos duermen la siesta acurrucados en la supercama de la abuela.
A todo esto, yo voy por detrás con el chip madre puesto: que si voy a poner el lavaplatos y a fregar la placa que mira que hora es, que si quita que ya tiendo yo la lavadora que luego no va a haber quien planche nada, que si ¡ya lo cojo yo que están dormidos, ssshhhh!
Ya me lo ha dicho mi madre alguna que otra vez: las abuelas estamos para disfrutar y ayudar y los padres para criar y educar. ¡Ya hija ya, pero es que te lo has tomado al pie de la letra! Juguetes tirados por el jardín, barreños con agua en el suelo de la cocina para jugar cuando el calor de fuera es insoportable, corralitos con todos los cojines en el suelo del salón, la cestita de las pinzas de tender volcada entera en la mesa del jardín, el móvil olvidado en el borde de la piscina. Vamos, lo que viene siendo una abuela y una casa perfectas para un niño, M. no puede tener mejor abu que mi madre.
Pero a ver, que me voy del asunto…como decía, allí es donde puede decirse que más a menudo me encuentro siendo yo misma. Yo siempre he dormido con mi hermana, hasta que me independicé hace año y medio, y nuestra habitación sigue tal cual. Me encanta subir cuando mi madre o mi hermano cuidan al niño y soy muy yo cuando me siento en mi cama de siempre, a oler el olor de siempre, a mirar a la izquierda y ver la cama de mi hermana, con su pijama asomando por debajo de la almohada.
Soy muy yo cuando me siento en el sofá en el sitio en el que me solía sentar a ver las series que veíamos en familia los cinco, Cuéntame, Friends, tantas otras que me llevan a las diez de la noche de tantos días entre semana gritando ¡empiezaaaaaa!  y acomodándonos todos en los dos sofás como mejor podíamos para no perder detalle.
Me gusta abrir la nevera y encontrar la jarra de salmorejo hecho por mi madre como cada verano, las latas de la cerveza que bebe mi padre, el zumo de naranja que le gusta a mi hermana, los yogures que devora mi hermano. Soy muy yo cuando me siento en las sillas de la cocina y cojo una taza de las de toda la vida para merendar, mirando el mismo reloj en el que siempre he mirado la hora para no perder el autobús, para ir a la hora correcta a recoger a mi hermana a música, para recoger al padre y llegar a la sesión de las diez.
Y sobretodo… soy muy yo cuando M. se duerme o se le lleva alguien a pasear -alguien que puede ser o mis padres o mis hermanos, se entiende-, y yo me siento en el suelo de cualquier parte de la casa como solía hacer, saco el libro que tenga entre manos en ese momento y me dispongo a disfrutar de la lectura y del tacto del suelo de madera en los pies.
Mi madre tiene una curiosa y macabra frase para decir que sigo siendo la misma. Cuando me encuentra en el suelo leyendo o gastando una broma por teléfono, o empantanada entre apuntes que ocupan la mesa entera, – o taaantas otras cosas que no han cambiado en mí con la maternidad-… me mira, mira a M. y asintiendo con las gafas en la punta de la nariz dice:
tu madre, hijo, genio y figura hasta la sepultura.

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