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martes, 30 de julio de 2013

Coca cola

¿Qué tiene esta bebida que trae a todos los niños por la calle de la dulzura?
Yo he visto a mis primos pequeños y a mi propio hermano prácticamente vender su alma al diablo porque su madre o la mía les dejaran comer con coca cola. Entiendo que tiene algún tipo de aditivo hipnótico que hace que cada vez quieras o necesites más, vale. Lo entiendo y lo acepto… !en niños un poco creciditos!
¿Cómo puede ser -me pregunto una y otra vez- cómo puede ser que M. se dé la vuelta a toda pastilla, da igual de qué postura esté, cada vez que oye que alguien abre una lata de este tentador refresco? Es oír el psss y girarse como un girasol. No sólo eso, ahora que cada vez está más ágil, se tira en plancha hacia la lata. En serio que le he visto tirarse del sofá de cabeza para llegar hasta la que acababa de abrir mi madre en la otra punta del salón. Cogerle en el último segundo por la camiseta y que él no deje de pedir y señalar la lata, todo uno.
En fin, hasta ahora no pasaba de puro flipe y, como digo, algún que otro sustillo. Pero hoy ha llegado el momento, ese momento en el que por primera vez y justo antes de pensarqué callao está, he sabido a ciencia cierta en mi horrorizado interior que estaba con las manos en la lata y dale que te pego a degustar el brebaje prohibido.
La situación ha sido la siguiente: mi madre nos está arreglando una mesa para poder llevarse la que tenemos suya de prestado en el salón. La está dejando preciosa, llevamos unos cuantos días liados, pero está mereciendo la pena. Por la mañana, mi madre, M. y yo nos ponemos con ella, mi madre a currar y nosotros dos, muy a lo spanish way, a mirar. Mi madre es una de esas personas que ya hace mucho tiempo, también vendió su alma a cambio de la coca cola. Que no le falte. Y no le falta, ya que yo no curro y sólo miro y doy por culillo, qué menos que tenerle su capricho fresquito y a punto para cuando lo pida por esa boquita restauradora.
Pues le he traído la última de las tres que se ha tomado a lo largo de la mañana – ¿es o no es enfermizo?- , y aprovechando un momento en el que M. estaba tranquilo destruyendo algo en su mantita, me he alejado unos metros para hacer eso que a nuestras jefas tanto les gusta que hagamos: seguir siendo la misma, tomando el sol a la bartola, libro y cervecita en mano.
Cuando he reparado en que llevaba cuatro páginas sin interrupción y en que lo único que se oía era el rucu rucu de la lija de mi madre, he sabido de antemano lo que estaba pasando. Y he acertado. M. se dedicaba con los ojos como platos a chupar la lata como si no hubiera mañana, la agarraba fuerte con sus manitas rechonchas, tan tan fuerte que tenía los dedos blancos y como agarrotados. Oye, que no la soltaba el cabrón. Y qué brío con la lengua. Nada, he tardado dos segundo en llegar hasta él e iniciar la operación desterremos la lata, que se ha convertido en el segundo gran berrinche desde que M. está con nosotros.
Puta coca cola. En serio, no es normal ese poder que ejercer sobre los niños, un poder que ensombrece todo lo demás…
Y mientras meditaba sobre esto y limpiaba a M. los restos del pegajoso delito, he pensado en voz alta: quita que no me eche yo unas gotitas de cocacola en las perolas en esas noches que no se quiere dormir…ya verás tú si se engancha y a continuación se duerme…
Me ha despertado de la ensoñación una colleja de mi madre. :)

domingo, 28 de julio de 2013

Frío de verano

Me encanta el frío en medio del verano. Bien es verdad que me ha pillado por sorpresa y que al churumbel se le queden los pies fríos porque no he echado ni un miserable par de calcetines le resta encanto, pero bueno.
Hay algunas cosas que me gustan de estos días, y la primera es el olor. Ese  olor a mojado que tiene diferentes matices según lo que esté húmedo: el césped, el asfalto o la madera. Un olor que yo creo que a todo el mundo le da buen rollo, a todo el mundo le dibuja la sonrisa, todo el mundo comenta lo bien que huele cuando va a llover o cuando ya ha llovido.
Luego está el tema del moreno. Una está morena, pero ese colorcito de salud veraniego resalta mucho más en la ducha, por ejemplo, cuando te miras a los pies y dices !hala, pues sí que estoy morena! Y también resalta mucho más con el cielo encapotado, con el color gris plomo que llena las calles y hace que las cosas brillen menos, y que por lo tanto el morenito luzca más.
Otra cosa que mola de estos días frescos de verano es ponerse un vaquero con sandalias, un pantalón corto con sudadera, tener que volver a casa de una carrera porque te estás pelando y coges algo, lo que sea y de quién sea, para quitarte ese frío que no cuadra. Ir a la piscina y meter los pies mientras se te queda el culo frío de la piedra del borde, jugar a las cartas en el suelo mientras los mayores vaticinan si va a volver a caer o no.
Y el nuevo descubrimiento de este verano: poner a M. una chaqueta mía con las mangas dobladas en mil vueltas  y salir con él a que pise el césped mojado, que se le salga la sonrisa y el suspiro de ay qué frío. Tocarle los piececillos y pensar que igual eres un poco malamadre y temeraria, que te los metas en tus bolsillos para calentárselos y que el enano no haga nada por sacarlos. Estar un rato así, en medio del frío, del olor, oyendo como nos llama la abuela para que nos metamos para dentro y no hacerle caso, hacer como que no oímos porque estamos felices manteniendo el frío a raya para que no joda demasiado y podamos disfrutar de él.
Meternos corriendo a casa cuando las primera gotas enormes y densas anuncian que ya está aquí la tormenta.

sábado, 27 de julio de 2013

Tirar del carro

La cosa no puede -literalmente- haber empezado peor.
Nada más montarnos en el coche, M. se durmió. Parecía un buen presagio, yo tarareaba, el padre tarareaba mientras yo conducía, el sol nos acompañaba por la derecha dando ligeramente por culo, pero oye, nada que no remedien unas buenas gafas de sol (que evidentemente no llevaba conmigo). La cosa, pues, empezaba con un ligerísimo contratiempo al que decidí ignorar haciendo pantalla con la mano para no estamparme con el renault cargadito de niños que llevaba delante.Pasaron una serie de kilómetros con esta paz familiar, cuando a lo lejos divisé una caravana entre los montes. Bah, me dije, eso es por culpa del sol que deslumbra a los que van a tomar la curva y tienen que frenar, claro; cuestión de un minuto. Los cojones.
Cuando se hizo evidente que nosotros ya formábamos parte del final de esa caravana, M. se despertó. Aquí yo ya vi avecinarse el desastre pero no quise hacer caso. Metro a metro, el quejido pasó a ser llanto, y el llanto, berrinche. Berrinche con mocos, hipo, tos, lagrimones y enrrojecimiento cutáneo; un completo, vamos. Atrapados en medio de la caravana, la única solución fue que el padre saltase a la parte de atrás ( no sé si recordaréis  cómo era mi parte de atrás) y le intentase calmar. Intento tras intento, se hizo evidente que no había consuelo. En este punto se me empezó a salir la leche, así de buen rollo, para dar un poquito más de marcha al asunto. Paré como pude en la entrada de una finca, le saqué del coche y no sé cómo ni por qué, después de veinte minutos se calmó. Eso sí, cada vez que le acercaba de nuevo al coche comenzaba de nuevo a llorar y a trepar por mi tronco desesperadamente. En fin, conseguí volverle a sentar y cantando todo el repertorio disney, lo que no es disney y la madre que lo parió, nos acercábamos a nuestro destino. Los últimos 20 kilómetros fueron un dejà vu del rato de la caravana.
Cuando al fin aparqué delante de casa y salí del coche con la camiseta llena de leche, lás lágrimas río abajo por mi cara de la jodida desesperación de no saber cómo calmarle y una mala leche de flipar, se me acercó la adorable vecinita de toda la vida, la Rosa La Peseta, a decirme que soy una sinverguenza por conducir tan rápido. La mandé sutilmente a tomar por culo. En fin, M. todavía tendría unas tres horas de llanto inconsolable por delante que a toro pasao yo achaco a la desubicación que le produjeron la caravana y la casa del pueblo. Otra explicación no le encuentro.
Pero todavía quedaban más maravillas vacacionales por descubrir: se habían acoplado unos amigos de mis padres a la casa donde dormimos así que adios intimidad (que buena falta nos hacía porque el berrinche del niño nos había llevado a una bonita y dulce discusión), se nos había olvidado la cena, no salía agua caliente y mi hermano estaba montando pollo por whatsapp. Ah, la vida familiar.
Aunque me dejé llevar por el desánimo un buen rato – ahora mismo en cuanto bañe al niño y le de la teta nos volvemos a Madrid, menuda mierda de pueblo, me cago en las puñeteras vecinas, yo no tengo ganas nada más que de morirme- me bastó echar un vistazo a la cara de juez del padre para saber que si alguien tenía que tirar del carro, esa era yo. Y me puse a ello, vamos que si me puse. Conseguí al menos que nos fuéramos a dormir reconciliados con la vida y con el heredero (mírale qué bonico el cabrón cómo duerme con su manita cerrada).
Y esta mañana, a las siete y media, cuando se ha despertado M. después de tirarse toda la puta noche enganchado a la teta, el karma se ha a acabado de reir de nosotros: parecía noviembre, llovía y nosotros solo tenemos sandalias, tirantes y zapatillas de tela (estoy trabajando en esa capacidad innata a las madres de los porsiacasos).
¿Algo más? Después de blasfemar un rato frente a la ventana en gayumbos, oigo al padre que dice: ahora me dirás que tu madre echa pimiento en la ensaladilla.
Bingo.
Menos mal que yo el martes vuelvo a seguir siendo la misma en la entrevista, y aquí se las apañen suegra, tía, yerno y heredero.

miércoles, 24 de julio de 2013

¡Ay, madre!

Hoy venía en el coche con M. y de pronto me he acordado de una cosa.
Me he acordado de la inmensa alegría que suponía que mi madre llegara de trabajar. Solía ser bastante tarde, entre las siete y media y las ocho de la noche. Ella, cuando tenía mi edad, montó un negocio en uno de los primeros centros comerciales que comenzaron a funcionar en Madrid, se llama La Vaguada y aún hoy está en funcionamiento. El caso es que la mercería era el negocio de mi madre, muy bonito pero muy sacrificado, tan sacrificado que nos veíamos unas tres horas al día: una antes de irse por la mañana hasta que nos dejaba en el cole y dos al volver, más o menos.
El recuerdo que me ha invadido de pronto ha sido el de las tardes, después del colegio, jugando en la calle de la urbanización. Nos recogía una vecina, buena amiga nuestra, a la vez que recogía a su hija, Andrea, y nos tirábamos lo que quedaba de tarde haciendo deberes o jugando en la calle esperando a mi madre. El caso es que según pasaba el rato, mi hermano y yo dejábamos de estar pendientes del juego para estar pendientes de la verja. Yo le veía a él que alternaba miradas a la rayuela con miradas a la verja, carreras del pilla pilla con carreras a la verja, escondite con escondite cerca de la verja. Y yo, aunque él no se diera cuenta porque siempre ha sido menos sensible que yo para esos detalles, hacía lo mismo.
Nos divertíamos, lo pasábamos bien con los demás niños, hacíamos los deberes más o menos centrados…pero estábamos pendientes en todo momento de que la verja sonara y apareciera el morro blanco del coche de mi madre. Recuerdo perfectamente que había días que hasta se me caían algunas lágrimas cuando la veía aparecer, creo que de pura ansiedad que había ido generando durante la tarde.
Cuando ocurría que la verja comenzaba lentamente a abrirse, mi hermano y yo salíamos corriendo, esto era así. Ya podíamos estar en el mejor escondite de todos,  ir ganando al 21, estar empapados dentro de la piscina o dejar la portería de nuestro equipo vacía, que salíamos corriendo a toda leche la cuesta arriba. El que primero llegaba – habitualmente mi hermano, joder, siempre he sido una torpona-, abría la puerta del lado del conductor y se subía encima de mi madre, que yo creo que hasta le hacíamos daño a la pobre. El premio consistía en que ella echaba el asiento un poco para atrás y nos dejaba sentarnos encima de sus piernas a hacer como que éramos nosotros los que bajábamos el coche hasta nuestra casa, la penúltima de las quince que forman la urbanización. Era alucinante la sensación: con ella, conduciendo un coche y con todos los de la pandilla mirando embobados. Ah, el que había llegado el último de los dos se quedaba sentado en la parte de atrás como un pardillo mirando el panorama, pero disfrutando un poco de esa envidilla que generábamos en los demás niños.
Cuando llegábamos a nuestro sitio la ayudábamos a descargar si tenía compra, las bolsas con mil historias de la tienda que siempre llevaba y traía, su bolso o algún material que le habíamos pedido por la mañana para llevar al cole el día siguiente. Cuando la veía entrando en casa y reviviendo todos los objetos con su presencia -levantaba las persianas, hacía la cena, ponía la lavadora, nos preguntaba el tema mientras colocaba la compra, sacaba la cinta que habíamos dejado por la mañana puesta para grabar Willy Fog- me invadía la tranquilidad y la calma, la sensación de estar en casa.
Era un momento precioso, lo recuerdo con mucha nitidez porque realmente se me hacía eterno el día entero sin verla. Claro que luego empezaba con las espinacas y las pescadillas para cenar y el sentimiento cambiaba un poco ;)

martes, 23 de julio de 2013

Gafudo

Yo no sé si M. será zurdo, torpe, manitas, inútil para las mates, cabezota o bueno en los deportes.
Lo que sí sé a ciencia cierta – a no ser que venga la genética y me haga una pedorreta-, es que M. va a ser miope. Si todo sigue su curso normal, no va a ver lo que se dice ni tres en un burro. El padre tiene su dioptría y pico en cada ojo, y yo soy una cegata de las de denominación de origen: cuatro y cinco dioptrías se asientan desde hace muuuchos años en mis ojos.
Recuerdo perfectamente cuándo esta ceguera pasó a ser un hecho: con mi hermano jugábamos en el coche a ver quién decía primero los kilómetros que faltaban para llegar al destino que fuera: al pueblo, a la oficina de mi padre, a la tienda de mi madre, a Zaragoza. Yo siempre perdía, hasta que alguien (no sé si mi padre o mi madre) se percató de que no era porque fuera imbécil y no supiera cuáles eran los carteles en los que se indicaban los kilómetros, si no porque no veía nada de nada.
Así que con el diagnóstico casero -esta niña necesita gafas- en el bolsillo, nos fuimos los cinco a la óptica, donde corroboraron lo que mis padres ya sabían y me vendieron mis primeros lupos (en una familia de miopes se crea una jerga bastante graciosa): unas gafas de metal redondas que me hacían todavía más cara de pan.  Y así fue como comenzó mi andadura en este mundo de los miopes.
El caso es que yo creo que M. algo se huele porque tiene auténtico vicio con las gafas. Desde bien pequeñín se las queda mirando fijamente con el ceño un poco fruncido, pero es que ahora ha pasado a la acción: no sé cómo lo hace para que parezca que no te las va a pillar, pero en el momento en el que te descuidas….¡zas!, ha echado mano de las gafas y las exhibe con ademán triunfal en lo alto. Yo, que sin gafas es que ni oigo, comienzo a intentar recuperarlas, mientras el colega se las cambia de mano, abre y cierra las patillas y las mira embobado con una sonrisa que -intuyo- se le sale de la cara.
Y yo le miro como puedo, intentando enfocar, y le digo: tú ríete, jodío, ríete, que verás tú la gracieta que te va a hacer cuando te las esconda yo a ti. 


lunes, 22 de julio de 2013

La música que amansa a mi fiera

Porque lo tengo comprobado, M. es un niño musical: la música amansa la fierecilla que lleva dentro.
En casa oímos música durante casi todo el día, desde antes de nacer él. Yo y mi hermana en nuestra habitación siempre la teníamos puesta, mi madre es de las que en el coche la lleva siempre a tope y mi padre es oír el primer compás de Sultans of Swing de los Dire Straits y empezar a taconear y a decir Ua!
Total, que en mi cocina nunca falta la radio puesta y un disco preparado para cuando se ponen cansinos los de Rock FM, que es bastante a menudo pero bueno, es tradición paterna tenerlo de banda sonora de fondo. Y sin embargo, además de este fondo que como digo oímos mucho durante el día – a mí me encanta hacer vida en la cocina, donde tenemos una mesa con el frutero y las sillas siempre preparadas para una buena tertulia con café, con brownie, con gazpacho, con lo que sea que haya estado cocinando, y un mueble en plan cajonera que me regaló una tía mía cuando nací, sobre el que está la minicadena donde ponemos la música, y donde se apoyan en bochornoso desastre los libros de cocina-, tenemos M. y yo una serie de momentos musicales a lo largo del día que son una joya para mí.
Me gustan las rancheras. Me encanta esa melancolía festiva y turbadora, esos cantos al amor perdido…total, que creo que se lo estoy trasladando a M. Mientras regamos en la mañana, últimamente nos acompaña una canción de Jose Alfredo Jiménez, Te solté la rienda, versionada por Maná. M. escucha, me oye cantar, mira el agua, se apoya en mi hombro, respira el aire fresco, me mira, se mueve a la vez que yo bailo despacio para no exaltarlo y que por lo menos sigamos lo que dura la canción en tan perfecta armonía, con la modorra todavía pegada a la piel de recién levantados los dos.
Pero no todo el día M. lleva este ritmo, ni mucho menos…de hecho, yo diría que Mick Jagger – su padre opina que le pusimos el nombre en su honor jajaja- sí que tiene algún tipo de conexión con él, porque el enano pide caña. Así que mientras recogemos lo básico en casa, y M. alterna brazos con ratitos de manta, con ratos de sofá… aquí suelen sonar a tope los Rolling Stones, The Doors, Elvis, Guns´n Roses, The Black Crowes, Los Héroes del Silencio. El colega se queda flipado con el volumen, con los bailes o con los estribillos hipermotivados de su madre dándolo todo en el salón.
Y cuando se acercan las Horas del Horror, la caña que pide M. va bajando poquito a poco y por la tarde nos acompañan Eli Paperboy Reed, Imelda May, Lila Downs, Mike Farris, incluso Elvis Crespo, Tito el Bambino, Los Coronas, Bunbury, Manolo García, Boney M., Amaral o Sabina. En este rato de por las tardes tienen cabida muchos artistas, artistas para bailar, artistas para escuchar, artistas que le canto bajito mientras me mira embobado, artistas que bailamos como locos dando vueltas en el salón. Oímos canciones que a mí me emocionan, que me ponen contenta, que me trasladan a momentos concretos del pasado…oímos canciones que poco a poco irán formando parte de la banda sonora de su infancia, como de la mía la forman todas las que nos cantaba y ponía mi madre a nosotros tres, y eso es algo que me hace muy feliz.
A veces de noche se desvela y abre sus ojos en la oscuridad, brillan muchísimo solo iluminados por la farola que está en el jardín; entonces, le canto bajito Somewhere over de Rainbow hasta que va poco a poco volviéndose a dormir. Yo tardo unos segundo más que él en volver a quedarme roque, y son esos segundos un momento acolchado en el que mientras resuena la melodía que le acabo de cantar, soy consciente de toda la vida que nos queda por delante para ir llenando de momentos de felicidad como los que en estos diez meses cantamos y bailamos a lo largo de los días.

domingo, 21 de julio de 2013

Los niños están con su madre

En la casa de al lado vive una familia de tres: un padre, una hija mayor y un hijo pequeño, de 7 y 5 años cada uno. En ocasiones, vive también la novia nueva del padre, que está separado de la madre de los niños.
No sé por qué razón, los niños, digamos que Marcela y Nicolás, viven más tiempo con el padre que con la madre. Es una pasada verles juntos: se revuelvan los tres en el jardín, en la piscina, en la calle que tenemos delante de casa. Han plantado juntos el huerto que tienen en su pequeño jardín, recogen por las mañanas los tomates, los pepinos, los calabacines. El padre tiene una forma muy curiosa de criarles, bajo mi punto de vista bastante acertada aunque le encuentro algunas lagunillas. Por ejemplo, a la niña la puedes ver un día vestida con dos faldas y un pantalón, o se viste durante una semana entera con la ropa del hermano, o de pronto un día se pone una falta de poncho…les da muchísima libertad para ser ellos mismos y a mí eso me parece maravilloso. Luego les deja hacer cosas como ponerse a la una de la madrugada a tocar la flauta de madera del cole durante una hora y media, o subir y bajar las escaleras como si fueran elefantes sin decirles ni mú… pero bueno, son niños felices, sanos, alegres…de verdad que era una pasada verles salir a los tres de casa durante el curso, con sus mochilas de cuero camino del cole. El padre es un poco hippie, ya digo que cultiva un huerto, siempre sonríe muchísimo, se presta rápido a echar una mano en cuanto pasa algo en la urba.
El caso es que esta introducción es para decir que los niños ahora no están aquí. Esta mañana he salido al jardín con M. como cada día y estaba él recolectando los tomates y tal, y le he preguntado por ellos. Me ha respondido con una gran sonrisa: están con su madre. Y le he dicho que les echaría de menos.  Con su gran sonrisa, me ha contestado: están superbien con ella, yo les echo de menos mucho, pero allí tienen también amigos y están encantados con sus primos, vienen felices de allí y les sienta fenomenal cambiar de aires.
Ni sé dónde es allí ni cuántos primos tienen ni nada, pero me ha parecido fascinante lo bien que lo hace, lo bien que lo hacen los dos. Tengo en mi entorno otros niños de padres separados que tienen que oír cosas como: qué pena que te tengas que ir a ver a las guarras de tus tías, tu madre te envía al campamento para deshacerse de ti y pasar más tiempo con tus hermanos – hijos de su pareja actual- y un largo etcétera. Por ello, ver la tranquilidad con la que este hombre habla de sus hijos al cargo de su ex mujer, lo consciente que es de la falta que les hace a ellos el contacto con la otra parte de la familia, la falta de drama que supongo les transmite cuando se tienen que ir a su otra cosa…me ha parecido digno de mención.
Llevo todo el día pensando en que nadie nos puede asegurar que todo vaya a salir bien, cada persona somos un mundo, somos un montón de vivencias que nunca sabes dónde o hacia quién te van a llevar. Podemos tener la certeza de que somos felices, de que la vida que llevamos es la vida que queremos…pero a la hora de la verdad nadie sabemos qué o quién nos va a pasar mañana. Sin embargo un hijo es algo tan  alucinante, tan puro, tan inocente, que saber dejarles al margen de lo que sentimentalmente nos pase a nosotros es algo fundamental, su equilibrio futuro depende de las raíces y las bases que les demos de pequeños. Es mucho lo que hay en juego, ¿no? Su futuro sentimental, emocional.
Con ellos sí que hay que saber hacerlo bien, en todas las circunstancias.
Por cierto, Marcela y Nicolás vuelven a principios de agosto :D

viernes, 19 de julio de 2013

Desempolvando

Esto de no haber dejado de estudiar, mola.
Mola tener siempre un manual en el bolso, en el coche, mola la mesa del salón llena de lápices y rotuladores, mola estudiar un tema a trozos entre guisos, pañales, compras, paseos y juegos con M. Mola porque me encanta lo que estudio, porque es una parcela mía, anterior a la maternidad, que se mantiene a lo largo del tiempo de forma más o menos constante, aunque ahora cojo menos asignaturas tanto por la pasta -¡son caras!- como por el tiempo que tengo para dedicarle desde que M. llena la mayor parte de los minutos de mi día.
Pero el proyecto que comienzo ahora es diferente. Es diferente porque aunque me gusta igual que la carrera de Historia, es algo mucho más reglado, algo en lo que desde luego entra poca innovación o entra poco profundizar en un tema que me apasione: el nuevo proyecto en el que me he metido ha sido el de prepararme las oposiciones para ser profe de Secundaria.
Esta iniciativa supone algunos nuevos cambios que poner en marcha: el primero de ellos, se acabó eso de estudiar en el sofá, a ratos, con el libro entre el biberón del agua y las toallitas y los marcadores mezclados con las piezas de las construcciones de M. Más que nada porque en los exámenes de la UNED hay un cierto margen en el cual puedes -dentro de lo poco que una asignatura como Historia permite- enfocar lo que se te pide desde un punto de vista, desde un criterio, desde una perspectiva. Pero en la oposición no. En la oposición hay miles de personas que lo quieren hacer mejor que tú para sacar más nota y quedarse con la plaza. Por lo tanto necesito prepararme el temario en plan robot, necesito aprenderme todo lo necesario para hacer un examen brillante. Porque la verdad, igual me equivoco y la cruda realidad me pega una patada en el culo, pero no concibo perder este año de estudio haciendo un examen de mierda y perdiendo la oportunidad de trabajar en lo que quiero por falta de estudio.
El segundo de los cambios, y el que más me duele, tiene que ver con M.: mi amor pequeño va a tener que ir unas horas a la guardería desde septiembre. Tres, cuatro horas. No necesito más, con esas horas en la biblioteca municipal o en casa de lunes a viernes más los fines de semana con el padre en casa, creo que me sirve. Tengo justo un año para prepararme los exámenes, porque aunque todavía no ha salido la convocatoria, son habitualmente en verano. Es decir, que en junio de 2014 estaré muy probablemente haciendo el examen que me dará acceso si me sale bien a una plaza de profesora o a entrar a formar parte de la lista de interinos.
Estoy muy motivada, tengo el temario en casa, tengo ganas de ponerme con ello, tengo ganas de que llegue septiembre para empezar con la rutina de estudio. Por lo pronto, llevo dos días entregada a una tarea que está siendo renovadora tanto física como mentalmente: una de las habitaciones que todavía estaba llena de trastos de la mudanza ha pasado a ser mi cuarto de estudios. Todavía faltan cosas, todavía está muy precario, pero es ya mi cuarto de estudios.
No tiene gran cosa, pero para mí está perfecto: una mesa de madera sobre la que he estudiado toda la vida hasta que llegó M. y mis momentos de estudio empezaron a vivirse en el sofá o en el suelo; la silla cómoda que me hizo mi madre con un cojín tejido por una tía abuela mía, de esos de toda la vida de círculos concéntricos de rayas de mil colores; la lámpara de cristal verde y pie dorado que me regalaron los reyes en primero de ESO; el tapiz de colores que compré en el Rastro y que adorna la pared de la derecha; y un corcho grande que tengo delante de la mesa de madera, colgado en la pared, sobre el que de momento sólo tengo un calendario de este año y tres fotos de M. feliz, sonriendo, mirando a la cámara con sus ojos cristalinos y su piel blanca brillando para mí.
Sobre la mesa, los seis tochos que conforman el temario de la oposición, todos mis apuntes del máster y de la carrera, cinco cuadernos cuadriculados a estrenar donde empezar a hacer mis apuntes y esquemas y un estuche de tela que tengo desde iba a primaria con los bics de colores, los rotuladores para los títulos, y un portaminas para apuntar cosas en los libros.
La habitación está limpia, está recogida, huele todavía a cerrado pero poco a poco se va preparando para lo que le espera desde el primer día de septiembre: el padre volverá al trabajo, M. empezará unas horas con todo el dolor de mi corazón en la guarde, y mamá se irá a la biblioteca o se vendrá a casa, según vea lo que mejor me va o dónde aprovecho más el tiempo.
Estoy emocionada, estoy decidida, me siento fuerte y capaz.
Es una puerta que quiero abrir para poder empezar a compaginar esta genialidad de ser mamá con esa otra que supone emocionar a los chavales con la Historia y hacer que les pique el gusanillo del saber más, de conocer más, de llegar a más.

miércoles, 17 de julio de 2013

Genio y figura

La casa de los abuelos puede que sea el lugar en el que más yo me siento, en el que más sigo siendo la misma.
Desde que llegó M., la abuela ha cambiado. Para bien, digo. Donde antes había una mujer alegre, despreocupada, un poco pachucha de salud y de ánimos, ahora hay una mujer hiperalegre, superdespreocupada y prácticamente curada de sus problemas de salud. Todo esto hace que en su casa pasen cosas bastante extraordinarias que no habían pasado  nunca hasta que llego el nieto: la cocina se queda sin recoger porque M. quiere jugar; la lavadora pita y pita y pita desesperada anunciando su fin mientras mi madre y M. se parten de risa en el jardín; el teléfono suena como loco mientras los dos duermen la siesta acurrucados en la supercama de la abuela.
A todo esto, yo voy por detrás con el chip madre puesto: que si voy a poner el lavaplatos y a fregar la placa que mira que hora es, que si quita que ya tiendo yo la lavadora que luego no va a haber quien planche nada, que si ¡ya lo cojo yo que están dormidos, ssshhhh!
Ya me lo ha dicho mi madre alguna que otra vez: las abuelas estamos para disfrutar y ayudar y los padres para criar y educar. ¡Ya hija ya, pero es que te lo has tomado al pie de la letra! Juguetes tirados por el jardín, barreños con agua en el suelo de la cocina para jugar cuando el calor de fuera es insoportable, corralitos con todos los cojines en el suelo del salón, la cestita de las pinzas de tender volcada entera en la mesa del jardín, el móvil olvidado en el borde de la piscina. Vamos, lo que viene siendo una abuela y una casa perfectas para un niño, M. no puede tener mejor abu que mi madre.
Pero a ver, que me voy del asunto…como decía, allí es donde puede decirse que más a menudo me encuentro siendo yo misma. Yo siempre he dormido con mi hermana, hasta que me independicé hace año y medio, y nuestra habitación sigue tal cual. Me encanta subir cuando mi madre o mi hermano cuidan al niño y soy muy yo cuando me siento en mi cama de siempre, a oler el olor de siempre, a mirar a la izquierda y ver la cama de mi hermana, con su pijama asomando por debajo de la almohada.
Soy muy yo cuando me siento en el sofá en el sitio en el que me solía sentar a ver las series que veíamos en familia los cinco, Cuéntame, Friends, tantas otras que me llevan a las diez de la noche de tantos días entre semana gritando ¡empiezaaaaaa!  y acomodándonos todos en los dos sofás como mejor podíamos para no perder detalle.
Me gusta abrir la nevera y encontrar la jarra de salmorejo hecho por mi madre como cada verano, las latas de la cerveza que bebe mi padre, el zumo de naranja que le gusta a mi hermana, los yogures que devora mi hermano. Soy muy yo cuando me siento en las sillas de la cocina y cojo una taza de las de toda la vida para merendar, mirando el mismo reloj en el que siempre he mirado la hora para no perder el autobús, para ir a la hora correcta a recoger a mi hermana a música, para recoger al padre y llegar a la sesión de las diez.
Y sobretodo… soy muy yo cuando M. se duerme o se le lleva alguien a pasear -alguien que puede ser o mis padres o mis hermanos, se entiende-, y yo me siento en el suelo de cualquier parte de la casa como solía hacer, saco el libro que tenga entre manos en ese momento y me dispongo a disfrutar de la lectura y del tacto del suelo de madera en los pies.
Mi madre tiene una curiosa y macabra frase para decir que sigo siendo la misma. Cuando me encuentra en el suelo leyendo o gastando una broma por teléfono, o empantanada entre apuntes que ocupan la mesa entera, – o taaantas otras cosas que no han cambiado en mí con la maternidad-… me mira, mira a M. y asintiendo con las gafas en la punta de la nariz dice:
tu madre, hijo, genio y figura hasta la sepultura.