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sábado, 28 de diciembre de 2013

Capítulo 6: Queda un minuto menos.

Voy a avisar de una cosa: el día que tengáis un hijo, futuros padres y madres del mundo, vais a saber lo que es bueno. También vais a saber otro montón de cosas, entre ellas que aguantar una rabieta de casi media hora en un bar en plena calle Preciados puede ser un buen momento para pensar en cómo era la vida antes del parto y reíos, internamente eso sí porque exteriormente tendréis otras cosas más urgentes que hacer, mientras intentáis encontrar vuestro antiguo yo pre maternidad.
A veces M. parece un niño de paz.
Pongamos por caso que una lleva ocho meses hablando de su hijo en un blog, un hijo que protagoniza casi a diario historias que, a nada que una tenga ganas de reírse, se convierten en trastadas de las que molan. Sigamos poniendo por caso que ese mismo niño travieso llega a un bar donde su madre va a ver a unas amigas y de pronto parece que se ha tragado un biberón de valium. La madre alucina, la madre avisa de que esto no es lo normal, la madre, en definitiva, sabe que aquello es una cosa tan extraña e inusual que no podrá durar mucho. 
Y no duró, claro. 
De modo que este capítulo está dedicado a La Rabieta, esa primera vez que deja a la madre tan patidifusa como acojonados quedan todos los espectadores del diabólico espectáculo. 
Así pues, la primera idea clave de este tema es la aceptación de que, tarde o temprano, esa rabieta llegará. El día que menos los esperes, el día que más llueva, el día que más gente haya, el día en el que te has llevado al niño descalzo y no puedes sacarlo a andar a que se desfogue. 
Una vez asumido esto, madres y padres del mundo, lo demás viene rodao. Antes del parto, podríamos incluso afirmar que hasta en el último minuto antes de que la descendencia abandone el útero materno, los padres ven a un niño con rabieta y lo primero que piensan es: a mí eso no me pasa ni de coña, un par de gritos bien daos y vamos, más derecho que una vela. 
Y la madre que en ese momento soporta la rabieta, te mira y piensa, así de buen rollo y en son de paz, con ese buen amor que a una le sobreviene cuando se convierte en madre: qué ganas de que tengas un hijo y te monte el pollo en medio del vagón del metro, bonica, a ver por dónde sales tú. Idea que, básicamente, se me cruzó ayer por la mente del orden de unas veinte veces mientras la gente que paseaba navideña por Callao me miraba con cara de pena/compasión/intransigencia/telomereces/eso los míos no lo han hecho nunca.
El caso es que parece bastante demostrado que lo mejor cuando empiezan a llegar las rabietas porque el enano no puede hacer lo que quiere y se cabrea, es capear el temporal como una buenamente pueda, sin dejar solo al chiquillo pero sin ceder ante lo que quiere. 
La teoría está de puta madre. Clara, concisa, sencilla. 
Pero luego llega la práctica. Y la práctica consiste, más o menos, en que tu hijo de ojos lindos comienza a berrear y a congestionarse con un ritmo que crece exponencialmente y que llega a su máxima expresión a los cuatro minutos de haber empezado, manteniéndose en ese nivel del orden de otros veinte minutos, sin tregua casi para respirar. Al minuto tres la madre ya ha pensado un par de veces tierra trágame, pero yo a éste muchacho no le doy más cocacola por mis cojones, éa, que sea lo que la rabieta quiera. El niño Chucky se retuerce, patalea, araña y, por cuestiones que nadie más que él alcanza a comprender, se empeña en arrancar las gafas a la madre para mandarlas a la calle junto al hombre que reparte papeles con las ofertas del restaurante turco de al lado. 
Habitualmente M. prefiere emplear sus dedos
 en menesteres menos agresivos
Llegados a este punto comienza el verdadero trabajo: la madre sujeta al niño con el brazo izquierdo mientras con el derecho agarra con amor las escurridizas manos del gremlin para intentar que no lleguen a las gafas. En algunos momentos de flaqueza materna, el niño las alcanzará y entonces saldrá otro brazo de no se sabe dónde y esa madre pulpo tendrá que seguir sujetando al niño, quitándole las gafas de las manos sin ver  más que lo justo -es lo que tiene la miopía- y a la vez sujetando esas otras manos invisibles que los niños desarrollan durante las rabietas y que lo mismo agarran un pendiente que pegan un manotazo al aire a ver a quien alcanzan y que a mí, personalmente, me hacen replantearme esa idea tan extendida que dice que los niños no son autónomos. Yo digo, aquí y ahora, que ayer en esa media hora M. hubiera sido capaz de desmantelar el bar él solito y extender su energía destructora por todo el centro de la ciudad, asustando a las palomas despistadas y a los turistas de nariz roja que alucinan con las luces de Madrid.
A todo esto, la cara de la madre es de la más absoluta tranquilidad, nadie diría que sólo piensa como un mantra: ya queda un minuto menos, ya queda un minuto menos, ya queda un minuto menos. Pero sí, la madre lo piensa mientras, simultáneamente, manda a tomar por culo mentalmente a los que la miran mal cuando pasan delante del bar. 
Al final los minutos van pasando, el niño no se calma pero la madre no flaquea: canciones al oído, besos cuando se puede, palabras de amorcito con tono de paz, no me quites la gafas, no me quites las gafas, ven que te limpio los mocos, mírame y verás que no pasa nada, que si te calmas todo va a estar igual, no me quites las gafas, coño.
Al rato, como todo el mundo pronostica aunque parece increíble en pleno espectáculo, llega la paz. Y tan de pronto como se fue, oye. De pronto el niño no puede más y sólo quiere mimos. Y esa madre toma asiento con todo el glamour que ha podido rescatar tras esa media hora de ejercicio físico y mental y, mientras se saca la teta, levanta la vista hacia las chicas. 
El susto al comprobar que no ve nada puede hacerle pensar por unos segundos que al final el niño se las arregló para sacarle un ojo que ahora rueda calle abajo, pero no. La única secuela de la rabieta son los cristales de las gafas llenas de dedos de M., unos dedos que a lo largo de ese rato del demonio han conseguido llegar a las gafas más veces de las deseadas y han convertido a los cristales en superficies cuasi opacas. Y el caso es que el niño está tan tranquilo en la teta tras el despliegue de medios durante la media hora terrorífica que la madre dice: que le den a las gafas, yo no me muevo para limpiarlas. 
Y entre eso y el pelo a lo descarga eléctrica ella supone que las compañeras no se ríen por educación, pero que risa, lo que se dice risa, debe de dar. El caso es que no puede por menos de reírse ella misma mientras se recuerda recorriendo el cuadradito del bar con el demonio en brazos, asomándose a la puerta a ver si el aire fresco calmaba a la fiera y quitándole como si nada las gafas al niño para volver a ponerlas en su lugar y enfocar la cruda realidad que se empeñaba en afirmar que sí, que la rabieta todavía existía. 
He aquí un inciso para gafudos: todo el mundo sabe que sin gafas no se oye. Yo confieso que había ratos en los que M. conseguía su objetivo en los que quitarme las gafas era como ponerme tapones en los oídos que hacían que por arte de magia, bajaran las revoluciones de los gritos. Ganas no me faltaron de dejármelas sin poner: ojos que no ven, corazón que no siente; qué coño.

Lo cierto es que visto con la perspectiva de las horas, no sé quién lo pasó peor: si M. cuando no era capaz de controlarse y me miraba suplicando ayuda para calmarse, o yo acompañándole en el trayecto. Bueno, mis brazos sujeta niños endiablados tampoco se quedan atrás: el izquierdo, en concreto, no fue capaz ni de dar el intermitente sin antes presionar medio cuadro de mandos del tembleque que llevaban cuando nos alejábamos, contentos, exhaustos y con dos grandes nuevas experiencias, por las calles mojadas y de colores de Madrid.

sábado, 14 de diciembre de 2013

El club secreto

Existe un club al que una no sabe que pertenece hasta que un buen día hace la contraseña secreta que abre la puerta de la pertenencia a él y así, sin más, entra. Se hace socia.

Postura secreta, la clave con la que los demás socios
 reconocen a un nuevo integrante del club
Yo, sin ir más lejos, me he hecho socia. Es un club bastante abierto, no hace falta ninguna condición, no hace falta pagar cuotas y no hace falta reunirse para tratar de ningún tema. Es, por decirlo de alguna manera, un club para tontos. ¿Por qué? Porque el único beneficio que se saca al pertenecer a él es el consuelo de saber que 1: no se está sola, y que 2: afortunadamente llega un momento en el que una se despide de una vez para siempre del club y recupera su vida. 
El club tiene una filosofía sencilla: pertenecerán a él todas aquellas madres y todos aquellos padres que cargan con un bicho de entre cinco y más diez kilos con el brazo izquierdo -en su mayoría- mientras con la derecha hacen cualquier (¡cualquier!) otra cosa: lavarse los dientes, sacar el lavaplatos, escribir en el ordenador, sacar la compra del carro para pagar o mover el contenido del puchero. 
Los miembros del club aparecen cuando menos se les espera, y no necesariamente tiene que llevar el niño en brazos en el momento de su reconocimiento. Esto es así porque la pertenencia a este club deja secuelas, yo he visto con mis propios ojos a grandes madres y padres afrontando un nuevo día con el mejor de sus disfraces que, en un momento de flaqueza por su parte y agudeza visual por la mía, se han delatado: un ligero temblor involuntario en el brazo izquierdo, un tic nervioso que consiste en poner el brazo en posición cogeniños sin que esté el niño presente, un tocarse con la mano derecha la parte interior del codo izquierdo como con tiento, porque es que hay veces que se tiene la sensación de haber perdido el miembro. 
Una ve alguna de estas señas y automáticamente se imagina la vida de esa madre desde el minuto uno del día. Es, muy probablemente, una madre que se ha despertado al son de un despertador o en su defecto al son de un hijo y ya, desde ese primer pestañeo, se ha cargado al niño a la cadera izquierda para levantar la persiana de la habitación. Seguidamente, ya digo, habrá hecho el desayuno con el brazo izquierdo todavía sin quejarse demasiado por la carga, carga que a los veinte minutos empieza a ser una losa, para pasar a ser un calambre para pasar, directamente, a dejar el brazo inútil. La madre habrá tratado en más de una ocasión cambiarse al niño al brazo derecho para vivir con el izquierdo, para  darse cuenta al minuto de que no atina ni a cerrar el grifo. O peor aún: al hacer un movimiento con el brazo izquierdo, el derecho hace lo mismo por reflejo y la vida del niño corre peligro por unos segundos, al estar a punto de caerse de cabeza mientras el brazo derecho que lo sostiene se mueve por iniciativa propia. A esto habrá que sumarle la lengua fuera de la madre, asomando cauta por un lateral de la boca intentando equilibrar el desequilibrio interno que supone, para todo hijo de vecino, hacer algo con la mano contraria a la que se utiliza por inercia. 
Nótese la mano del polluelo en ambas fotos: posición de amor
 total que hace que el cabreo materno por inutilidad
de la extremidad disminuya hasta quedarse bajo cero
En fin, lo bueno de este asunto es que es pasajero. A veces, en cualquier lugar de la ciudad, mientras intento atinar a coger alguna moneda del bolsillo del vaquero para el parquímetro, con M. subido a mi brazo izquierdo dale que te pego al botoncito verde - obstinación infructuosa por otro lado, todo el mundo sabe que un parquímetro sin monedas es sordo-, me siento observada: son madres y padres que me miran con una sonrisa entre de reconocimiento y de alivio. Y yo, cuando consigo soltar al niño en el parque, o colgármelo de la mochila o regalarlo a algún familiar por unos minutos, empiezo a notar cómo mi brazo izquierdo vuelve a la vida y me imagino esa realidad futura en la que lo recuperaré para volver a hacer las cosas de la vida de una manera más fácil. Porque, aceptémoslo: hacer empanadillas o merengue con una sola mano es una gran putada. 

Que no me oiga nadie, pero a veces, y sólo a veces, mientras el hormigueo que indica que el riego sanguíneo vuelve a correr por mi brazo, echo de menos a M. encajado en su lugar. No sé cómo, pero creo que nacen, los hijos digo, con el culete adaptado al antebrazo maternopaternal de una manera un poco mágica, una manera que hace que aunque estés sufriendo porque no atinas ni a coger la aguja del punto por culpa del tembleque que se gasta ese brazo pluriempleado, al girar la cabeza entre calcetín y calcetín tendido con la pobre y solitaria mano derecha y oler su cabeza, todo sea bastante maravilloso aunque también agotador; todo sea bastante perfecto aunque a veces, en uno de esos múltiples momentos en los que la pertenencia al club comienza a hacerse cuesta arriba, parezca que la única solución para poder seguir manteniendo el brazo izquierdo por muchos años sea que los polluelos echen a volar.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Quién coge la sartén

El día menos pensado se me para el corazón. Aviso por si acaso. Claro que me lo he buscado yo por lista, por creerme la leche, por pensar que tenía a M. en el bote y que yo tenía la sartén por el mango. Por decirlo de manera suave y para introducir los hechos, diré que tengo un hijo salvaje. Un niño de la calle, una criatura que no quiere entrar en casa. Y, según todos los indicios, no lo he sabido gestionar. Y esa mala gestión ha hecho que hayamos adoptado a un gato sin querer.
El gato endemoniado
Juro que no quería, que yo siempre he dicho que los bichos en mi casa no entran, que jamás tendría animales y que meto la mano en una máquina expendedora de coca cola sin mirar primero si hay chicle antes que tocar a uno de esos seres peludos. Bueno, pues como en muchas otras cosas cuando llega un hijo, me he tenido que tragar mis palabras.
M. es una criatura adorable, risueña, con su dosis justa de mala uva, un niño que me deja la casa como un hospital robado en cuando me despierto medio minuto, un niño, en definitiva, que ejerce muy, pero que muy bien de persona menor de cinco años. Y esto es así exactamente hasta que escucha la palabra calle y se vuelve un ser desquiciado y bastante desesperado por huir de la casa.
Salimos todos los días, paseamos calle arriba y calle abajo en busca del gatito solitario, cogemos hojas, ayudamos al jardinero a barrer, a veces incluso me saco el manual y él da vueltas a la acera mirando las hormigas mientras yo intento hacer como que estudio. Todo muy idílico hasta que se me empieza a congelar el culo y veo que la babota que de vez en cuando asoma entre esos labios preciosos manchados de arena está a punto de congelarse y convertirse en estalactita.
Entonces, llegado ese crítico momento, digo la palabra casa e invariablemente M. huye, yo me tropiezo y al final entramos en casa cabreados, mojados, y un poco enfadados. Bueno, lo he dicho en presente pero eso es pasado. Es pasado porque, de pura casualidad, descubrí como hacer que el entrar en el calorcito del hogar no fuera un drama: me metí la mano en el bolsillo de la sudadera y saqué restos de ese maravilla culinaria que son las tortitas de maíz. Lo miré con un poco de recelo y, superadas las dudas iniciales, le tiré un poco al gato. Y el gato, después de darme un susto de muerte haciendo un ruido parecido al que cualquiera haría al morirse ahogado y haciendo también que yo maquinara en tiempo record cómo tapar el crimen sin traumatizar a M., se relamió y me miró. Y le tiré otro poco. Y mientras se lo comía, cogí al niño de la mano, niño que me miraba maravillado y haciéndome sentir la reina del mambo en plan: tengo dominao al gato y viene cuando digo pss, cosa que nunca antes había pasado. Bueno, pues llevé al pobre gato hasta la puerta de casa a base de miguitas y al llegar al umbral dejé una última miga grande, cerré a toda leche y llevé a un lloroso M. a la ventana de la cocina para ver al gato comer.
Mano de santo. Se calló al instante y la estrategia me ha estado funcionando unos días, unos maravillosos días en los que me reía para mí misma, muy ufana, mirando al gato comer y a M. mirar alucinado. Incluso calculé en euros cuánto me iba a costar meter al niño en casa: si cada paquete de tortitas cuesta X y necesito tantos trozos de tortita a la semana para meter al gato hasta la puerta… Na, la ecuación salió positiva a mi favor: ¿unos tres euros al mes y el nene feliz? A por cargamento de tortitas, me dije a mí misma.
Pero el gato me ha tomado la medida. Es listo, debe ser un gato curtido en la calle y el cabrón nos acosa. Cuando esta mañana, todavía medio dormida, he subido de un golpe la persiana de la cocina casi caigo de culo: el gato me miraba fijamente, muy serio, pidiendo comer. No le he hecho caso y me he dirigido al salón… donde me esperaba tras la persiana. Lo mismo al abrir la puerta de la calle, retozaba en el felpudo moviendo lento la cola, creo que incluso ronroneaba. M. encantado, claro, intentando tirarle del rabo mientras yo  le decía que sí, que lo que nos faltaba…
Confieso que he tenido miedo, mucho miedo. Tanto miedo que mientras íbamos hacia el coche para acercarnos a comprar tortitas para el intruso, he mirado hacia atrás varias veces, acojonada perdida. He mirado en las jardineras, en el hueco de la vasija donde enrollamos la manguera, sobre las ruedas del coche, entre las ramas podadas que esperan que las lleven al centro de compost, esperando encontrarle serio en cualquier parte pidiendo su ración. Al no verle, he pensado que no estaba, por un momento incluso he dado coba a la idea de que la pesadilla había terminado. Pero no, claro que no.
Al final, y para regocijo del enano que como puede verse todavía no controla el concepto de extorsión, el gato marrón nos ha dicho adiós desde la puerta de la urbanización, y juraría que lo último que he visto por el retrovisor antes de coger la carretera principal ha sido al maldito guiñándome un ojo como retándome a volver a afirmar que era yo la que tenía la sartén por el mango.

sábado, 16 de noviembre de 2013

DIY: solución universal

Sin lugar a dudas, la persona con la que más horas paso a lo largo del día, es M. Esto significa varias cosas: la mayor parte del tiempo huelo a galleta, M. se traga unas exposiciones sobre la Edad Media que al pobre lo dejan medio grogui, me sé de memoria casi cuarenta canciones infantiles (con tarareo de la parte instrumental incluido), a veces me encuentro argumentando cosas muy extrañas a un niño que me mira como si me comprendiese y tenemos una sincronización para algunas cosas que a más de uno lo ha dejado asombrado alguna vez.
Las herramientas de M.
Además de todo esto, pasa otra cosa: muchas de los momentos en los que escribo o leo en esta nuestra comunidad, M. está a mi vera, siempre a la verita mía, mostrando un notable interés en aporrear las teclas, en limpiar con babas la pantalla, o en poner mucho ímpetu al cerrar el portátil -muy pacífico mi chiquillo, como podéis leer-. Pero, parece ser, que además de todas estas habilidades motoras, el enano aprende cosas. Así como lo escribo. Sé que suena escalofriante, tan pequeño y tan repelente, pero es la purita verdad.
Vosotras habéis tenido la culpa. Tal cual. Tanto diy, tanto diy… pues claro, a mi niño le ha calado -que no a la madre que sigue siendo tan poquito mañosa-. El asunto comenzó hará una semana, una noche en la que M. ya dormía en su lado del sofá  y todo parecía indicar que la paz había llegado a nuestro hogar, al fin, tras un largo día. Esa paz se respiraba, lo envolvía todo, yo escribía, el padre leía, la tele emitía un documental sobre los Romanov que nos llegaba por ráfagas. En un momento dado, en medio de un post, el niño pegó un grito que interrumpió el murmullo de la narración del locutor de La 2. Mientras el padre y yo nos interrogábamos con la mirada -¿dientes?¿pesadillas?¿gases?-, me giré para darle unos mimitos sanadores de esos mágicos, cuando mi portátil, actuando por su propia voluntad,  decidió abandonar el calor de mis rodillas y rodar piernas abajo hacia el abismo de la alfombra.
Todos en la casa oímos el crack.
Una vez solucionado el problema misterioso que perturbaba el sueño de M., me dispuse a analizar los daños: cable de batería aplastado incapaz de hacer conexión con su clavija. Contra todo pronóstico, pasó que no perdí la calma, y tras casi una hora de intentos, conseguí encontrar una posición en la que el cable hacía contacto y el simbolito de la batería comenzaba a engordar y a alimentar con un rayo potentísimo la vida de mi ordenador. Bueno, pues esa solución de emergencia me pareció un milagro, de tal modo que llegó un momento en el que incluso me plantee no arreglar el ordenador, tirar con este sistema precario y ahorrarme el arreglo. Craso error. Al más mínimo movimiento, el puñetero se desconectaba y me quedaba a dos velas.
Cuando mi paciencia y la de M., que el pobre había visto limitados sus movimientos a un metro a la redonda del ordenado, se vieron sobrepasadas por las circunstancias, decidí llamar al servicio técnico. Tras más de dos horas de mails que no llegaban a su destino, llamadas infructuosas al teléfono de atención al cliente, cuatro o cinco apagones del ordenador e improperios varios de pura desesperación, M. decidió tomar cartas en el asunto y solucionarlo poniendo en práctica el mejor diy que nunca se haya visto, el diy universal, el diy al que se recurre cuando ya no queda nada más a lo que recurrir: el consabido mamporrazo al objeto estropeado. No me preguntéis qué hizo ni cómo lo hizo, pero ha sido la galleta mejor metida de la historia: el cable vuelve a cargar el ordenador en cualquier posición.
Me quedé mirándole unos segundos, bastante sorprendida y ligeramente acojonada,  sin saber muy bien qué decir: acababa de presenciar un acto semiviolento -iba con bastante mala leche, todo sea dicho-  llevado a cabo por un enano que, sin embargo, había servido para arreglarme el ordenador por la patilla. ¡Me encontraba ante una disyuntiva educativa de manual! Al final le di un superabrazo, un miniaplauso y otro minirapapolvo: tú, M., esto de dar leches sólo cuando mami lo diga y dónde mami diga ¿eh?… a no ser, vida mía, que tengas tan claro como lo has tenido en esta ocasión que el golpetazo va a ser la solución y nos vamos a ahorrar unos cuantos eurillos…
Nos partíamos de la risa mirándonos agradecidos: supongo que él porque por fin podía volver a campar a sus anchar por todo el territorio y yo…por los cuarenta euros que me he ahorrado :D

jueves, 14 de noviembre de 2013

La ley de la mandarina

Hay una serie de enseñanzas vitales que una madre siempre querrá traspasar a sus hijos. Entre estas enseñanzas, una de las más fundamentales y que yo ya he empezado a aplicar es la Ley de la Mandarina. Creedme si os digo que es una enseñanza que los descendientes siempre agradecerán, pudiendo a su vez legal los fundamentos básicos de la Ley a generaciones venideras. Es la Ley una ley un poco escurridiza, hay veces que se olvida y una vez olvidada, sin que haya marcha atrás, uno se acuerda de ella dando una patada en el suelo y asegurándose a sí mismo que nunca más volverá a ocurrir semejante desatino.
Mandarinas a punto de ser sometidas a la ley
La Ley de la Mandarina es una enseñanza que ayer, por primera vez en este otoño, tuvimos a bien desempolvar, para sacarla del letargo y que empiece a funcionar durante toda la temporada; aplicar sus principios es la única forma de que la experiencia de comerse uno de estos frutos sea una experiencia satisfactoria.
Como toda historia tiene un principio, ésta comienza sobre la una y media de la tarde de ayer, más o menos, cuando apareció mi madre (ya plenamente recuperada) cargada, además de con tres bolsas de fruta, con una sonrisa de plena satisfacción: el puesto de fruta y verdura de los miércoles seguía en su lugar después de su mes de ausencia y el frutero acababa de reponer algunas de las variedades, por lo que se traía el género frejco, frejco. Mi madre es una de esas madres que se imaginan las vitaminas como bichitos buenos corriendo garganta abajo hacia nuestro sistema inmunológico, de tal modo que ella ve un plátano y se imagina el potasio fortaleciendo un músculo; o ve una granada y se imagina que nuestros pulmones se ponen una bufanda de vitamina C, por ejemplo. Así que para ella esas tres bolsas eran salud para la prole, de ahí su sonrisa de satisfacción.
El caso es que entre ese montón de fruta, había un kilo de mandarinas. El primer kilo de mandarinas del otoño, nada menos. Cuando llegó el momento del postre, mi madre sacó cinco o seis de ellas y las puso en el centro de la mesa, momento en el que mi hermana, M. y yo empezamos a mirarlas, enfrentándonos a la tremenda tarea de elegir por cuál empezar. Estábamos mirándolas, en círculo alrededor de ellas, como si tuviéramos rayos láser en los ojos y supiéramos, así desde fuera, cual era la más rica de todas. Empezó entonces, en ese preciso momento de tensión, la enumeración de los principios de la Ley de la Mandarina.
El primer paso es coger una que no tenga verde por fuera. Puede parecer de cajón, pero a veces engañan y están naranjas por arriba y verdes por debajo, y una se da cuenta cuando ya la ha pelado y no queda más remedio que zampársela. Este principio M. no lo ha pillado bien, cogía la que más a mano tenía. En fin, tiempo al tiempo.
Una vez escogido el ejemplar más apetecible, llega el momento de pelar el fruto. Es este, sin lugar a dudas, el paso menos agradable: hagas lo que hagas, mañana te olerán las manos a mandarina. M. también parece pasar del paso número dos porque jugaba con las cáscaras con verdadero regocijo: al final le olían a mandarina hasta las orejas. Tras este momento, es necesario quitar cuantos más pelitos blancos, mejor. Aquí entra en juego la paciencia de cada cual. Yo tengo muuuucha paciencia para esto, pero mucha, mucha. Pueden estar los demás terminando de poner el lavaplatos y yo seguir dale que te pego a quitar pelitos.
Y, al fin, tras este complicado paso, llega el momento en el que aparece el último principio de la Ley de la Mandarina, podría decirse que es su principio básico, su máxima vital. Su enunciado reza más o menos así: una vez probado el primer gajo de la primera mandarina, y si éste ha satisfecho al consumidor de manera plena en cuanto a sabor y textura, deberá aparcase esa mandarina en un lateral del plato. A continuación, repetir todos los pasos anteriores hasta el de quitar los pelitos con otro ejemplar y proceder a comer esa segunda mandarina. Tras esta, volver al ejemplar número uno y acabar la experiencia gastronómica con él. Hay otra vertiente: también vale dar el cambiazo al comensal de al lado (estúdiese previamente el grado de confianza que le inspira) para ver si su mandarina es mejor que la nuestra. Volver -o no- a dar el cambiazo, todo dependerá del sabor de las mandarinas.
Hay una serie de consideraciones a tener en cuenta: rara es la persona que consigue comerse sólo una mandarina. Es raro, también, que tras la experiencia maravillosa de saborear una mandarina de las buenas, la siguiente que nos toque sea igual o mejor que la primera. Por ello, es fundamental reservar buena parte de la mandarina primera por si la segunda es peor: no hay nada que produzca más desasosiego que coger una segunda mandarina con la emoción de volver a encontrar el sabor de la primera y encontrarse con una mandarina sosa, insulsa o peor, rancia. Pero, seamos sinceras, pasar, pasa. Y el único modo de evitarlo es aplicando siempre, siempre, La Ley de la Mandarina. Así, se acabará primero con la mala y se terminará de comer con la buena, siendo esta una de las sensaciones más maravillosas del otoño.
Pues esta crucial enseñanza es la que expuse ayer, casi tal cual, a un despistado M. Y digo despistado por no decir completamente desconectado de mi retahíla. Yo exponía dedo en alto  y semisentada en mi silla -por aquello de parecer más alta mientras exponía mis razones-los principios fundamentales de la Ley y él sorbía gajos con una maña tal que no tardaba ni diez segundos en dejarlos secos y volver a señalar con ahínco el plato para alguien le acercara otro. Me estaba poniendo muy nerviosa porque él estaba a lo suyo, no miraba si los gajos eran de la mandarina número uno o de la mandarina número dos, joe, con lo que me esfuerzo yo para que La Ley cale en su cerebro desde su más tierna pequeñez.
Pero en fin,  queda mucha temporada por delante y me voy a esforzar muy mucho para que esta enseñanza fundamental de la vida se calque en la cabecita de M. Total, llevo media vida intentando que mi hermana la aprenda y ayer, casi, casi, consiguió no olvidarse de aplicarla…

lunes, 11 de noviembre de 2013

El misterio del orden absoluto

Existe una leyenda en mi familia. Una leyenda contada a la luz de la lumbre en el pueblo, entre las mujeres de la familia…una leyenda que parecía casi un mito. Os voy a hacer partícipes de ella:
Un día en la casa, previa desaparición de todo objeto
Cuenta la leyenda que una prima de mi madre, pongamos que su nombre también empieza por M., era muy, muy desordenada. Tan, tan desordenada que ninguno de sus hermanos le prestaba nunca nada porque era muy probable que no lo volvieran a encontrar. La niña creció así, intentando – o no- volverse ordenada… hasta que un buen día, muchos años después, cambió: se volvió metódica, cuadriculada, limpia (allí en el pueblo hay un sinónimo curioso: ordenado= limpio. Ahí lo dejo), y cuando tuvo a los hijos los llevaba perfectos, planchaditos, conjuntados, limpísimos. Lo más para las mujeres mayores de la familia.
Bueno, pues llevo un par de semanas acojonada pensando que yo era la heredera de la leyenda, pensando que algo estaba cambiando en mí. Todo empezó cuando por las mañanas, el salón estaba cada día más ordenado. Cero trastos por medio. Yo pensaba: ¡ay la leche! que soy la heredera y me ha llegado el momento, el día menos pensado me veo eligiendo el body del nene para que le pegue con los calcetines. El padre de la criatura también pareció darse cuenta del cambio, lo que pasa es que no dijo nada para no romper la magia, ya sabéis, no fuera a ser que decírmelo y dejar de ser menos desastre, fuera todo uno.
El caso es que ya la cosa empezó a ser extraña: constaté con asombro durante cuatro días seguidos que las cucharillas desaparecían, se desvanecían no sé por dónde. Yo recogía las cosas de la mesa y contaba cuatro tazas y una cuchara. Qué raro, pensaba. Pasaban los días y yo descubrí alucinada que no es que las cosas estuvieras ordenadas, no, es que cada vez había menos cosas que ordenar, vamos, que no había nada por medio. Aquí mi teoría de la leyenda empezó a decaer, pero molaba tanto tener la casa ordenada sin ver el esfuerzo por ninguna parte -la leyenda no decía nada de esforzarse- que no quise hacer caso y seguí confiando en su poder. Pero, de pronto, empezaron a desaparecer cosas llamativas, cosas concretas: mi colonia, algún plato pequeño, la crema del culillo de M., una tarjeta, el plato que adornaba la mesa.
Como tengo comprobado, por experiencia, que es mejor no decir nada cuando no encuentro algo porque entonces las broncas vienen sin saber de dónde (si es que no se puede ser tan pasota, algún día te dejas la cabeza), me tiré unos días acojonada perdida pensando que en lugar de leyenda, era una maldición que consistía en que una se vuelve ordenada más que nada porque cada vez hay menos cosas que ordenar, hasta que llega un día en el que la casa se queda casi vacía, sólo quedan los muebles grandes y desnudos, las estanterías vacías hasta de polvo. Y me daba mucha pena pensar en mi casa así, pensaba hasta en el eco y se me hacía un nudo en la garganta. Pero las cosas seguían sin aparecer.
Hasta hace tres días. En un momento de esos en los que me tiré al suelo a hacerle pedorretas en la tripa al heredero, me pareció ver la puerta del mueble de la tele entreabierta. Incorporé al polluelo, y me acerqué con el entrecejo fruncido al mueble. Lo abrí. Y ante mí y ante mi asombro aparecieron todos los objetos perdidos que día a día habían ido desapareciendo de la casa. Las cucharas amontonadas, la colonia, un par de tarros de potito, la crema, mi estuche. Por aparecer pareció hasta mi postura, que llevaba unos días durmiendo fatal porque no la encontraba.
El ejecutor en la sombra, claro está, había sido M. Ni leyenda, ni maldición, ni nada que se le parezca. Si ya decía yo que últimamente estaba muy calladito algunos ratos en el salón. El caso es que, tras descubrir la verdad del misterio, miré a mi derecha y vi  M. llamando a alguien por teléfono. Miré a mi izquierda y vi que no había más testigos. Miré el interior del mueble, miré a mi espalda, lo sopesé dos segundos…y cerré. Es que estaba todo taaan recogidito en el exterior. Total, pensé, si hemos vivido sin cucharillas dos semanas…
En fin, a las pocas horas tuve que confesar, sacar de allí a todos los intrusos y devolver cada uno a su sitio original.
A veces, ahora que ya han pasado los días, invoco a la leyenda, a la maldición, a quien sea… para que aparezca por aquí de verdad y se lleve todo el desorden a algún otro mueble no tan a mano. Por aquello de tardar más en encontrarlo y poder vivir un tiempo más en el misterio del orden absoluto. De verdad que añoro esos días :)

sábado, 9 de noviembre de 2013

En busca de la identidad perdida

Vivo en una continua crisis de identidad. 
Hace semanas que me vengo dando cuenta, coincidiendo con la adquisición de nuevas habilidades por parte de M.: cuantas más habilidades adquiere, más se me nubla la personalidad. Si uno esta realidad al hecho innegable de que opositar está destrozándome las -pocas- neuronas espabiladitas que me quedaban tras el primer año de maternidad, me veo en la tesitura de tener que afirmar que me parezco cada vez más a una caricatura de la persona que una vez fui. 
M. recogiendo de la calle un elemento que muy
probablemente aparezca debajo de mi almohada
Un ejemplo: abro uno de los manuales que me acompañan día y noche, y aparece la receta de la vacuna de M.; lo más seguro es que si fuera al lugar en el que debería haber estado esa receta, me encontrara con mi cartilla del paro. Y como esto, todo: me siento en el sofá a ver el telediario y se me clava entre las piernas un sonajero, abro la nevera y en lugar de los pimientos saco un petisuis, o meto la mano en mi cartera de estudiar, esa que oso abrir en medio de una biblioteca llenita de estudiantes universitarios profesionales y saco un body arrugado y con restos del último festín gastronómico de M. 
Juro que me cuesta discernir entre mis cosas y las cosas del niño, hasta las cosas del padre están empezando a formar parte de esta maraña de objetos y situaciones que me descolocan, de tal modo que hay veces que alguien que se asomara por mi ventana podría encontrarse conmigo a punto de salir de casa, con un niño que da vueltas alrededor de mis rodillas, mirando fijamente un paquete de toallitas. Estaré pensando: ¿esto lo echo a la saca del niño o me lo llevo yo, por si se me cae la cocacola en los pantalones o por si vomita alguien de mi alrededor o por si la silla está sucia? Al final, tras un buen rato de divagaciones, decidiré que es el niño quien más papeletas tiene de mancharse/cagarse/manchar algo a su alrededor. 
El caso es que esto, que parece tan inocente, tan maternal, tan de anuncio cegador de Nenuco... esto, digo, está interfiriendo en mi rendimiento académico. Me tiro las horas muertas intentando volver a mi yo original, a ese yo que se sentaba frente al manual y era capaz de asimilar en tiempo record un montón de datos sobre el gótico, ese yo que se volvía a casa a hacer un puré de buena madre con el ego por las nubes porque había conseguido estudiarse dos hojas más de las previstas para ese día. 
Añoro a ese yo. Este nuevo que me gasto últimamente es un ser extraño, un ser que cada vez que lee el verbo estar en cualquiera de los libros, manuales y apuntes que utiliza a diario para estudiar, se acuerda de M. diciendo: ¡yahtá! Ya está, ya está...una leche va a estar. Vete de mí, sentimiento materno atonta madres que tratan de estudiar. Yo sé que M. "diciendo" su primera frase es un amor casi comestible, lo sé. Pero digo yo, ¡digo yo! que un par de horitas podrías dejarme con mi vida anterior, con esa vida en la que nadie se interponía entre un manual y yo.
Al fin, tras un ratillo en el que consigo no encontrar ningún verbo estar que me distraiga y en el que parece que he avanzado bastante, decido coger el alpino verde para empezar a esquematizar. Y pasa que el alpino está pegajoso, está pringoso, está tocado por esas manitas de bebé que todo lo dejan señalado de lo que sea que hayan tocado anteriormente. Y el círculo vuelve a empezar. Y yo no sé si estoy en la biblioteca o en la alfombrita de M., a veces hasta me parece que le escucho a lo lejos, como si fuera a aparecer entre la maraña de estudiantes que se colocan en los sitios más cercanos a la escalera, fuera a atravesar la biblioteca hasta la mesa en la que me pongo yo y, tirándome del vaquero, fuera a preguntarme con esos ojos enormes y azules: ¿yahtá? 
Y aunque al futuro tribunal que me toque en la oposición pongo por testigo de que ganas no me faltan de dejar todo ahí abandonado e irme con M. a seguir confundiendo mi personalidad con sus juegos y aprendizajes, al final meneo un poco la cabeza, respiro hondo, me empapo bien de cocacola y retomo el párrafo que quedó abandonado cuando lo del alpino. 
Y todo parece marchar sobre ruedas, todo parece haber vuelto a la normalidad... hasta que echo mano al bolsillo para sacar un clinex y en su lugar aparece la tapa del potito con la que jugaba M. por la mañana mientras terminábamos de desayunar.
Si es que así no se puede. De verdad que no se puede. Ni en mis más remotos tiempos de enamoramiento adolescente recuerdo yo este descentramiento estudiantil, qué desesperación. ¿Por qué, por qué, por qué no puedo olvidarme del polluelo tres horas?
En estos casos lo mejor es recoger el chiringuito e irse con la música a otra parte. 
-¿Y yahtá por hoy?- pregunta mi madre cuando llego hora y media antes a recoger al niño.
-Yahtá por hoy. No se le pueden poner diques al mar, límites a la divagación. Ale, a descubrir mundo, M. Eso sí, con la condición de que me dejes unos días de tregua, unos días de no aprender nada gracioso nuevo que me desvíe del camino hacia la Plaza, ¿vale?
-¡Yahtá!

No sé si tomarlo como un ya está bien de aprender monerías por unos días o un ya está de deja de darme la brasa y observa mi nueva habilidad. Otro día os cuento. 



A pecho descubierto

Existen por la blogosfera maternal una serie de blogs dedicados única y exclusivamente a hablar de la lactancia materna. Blogs de mamás que llevan años publicando posts sobre, únicamente, sus experiencias con los niños alimentándose al pecho. Cuando los descubrí durante el embarazo pensaba que qué exageración, que si daba para tanto el asunto. Y aunque considero que en ocasiones se hace un uso exagerado del tema, que se le dan más vueltas de las que algo natural requeriría y que hay una sobreinformación por parte de sus más acérrimas defensoras que muchas veces es invasiva para con el resto de las madres…. da para mucho, y ese mucho se va alargando en la misma medida en la que se prolonga la lactancia materna.
M. jugando al cucú trás
Hay una imagen que a mí me ha venido en numerosas ocasiones a la cabeza. Os la voy a describir; a unas para que os reconozcáis -porque a todas las que habéis dado el pecho o estáis todavía en ello os ha pasado, no me vayáis a decir que no- y a otras, las que estáis esperando, para que os vayáis preparando.
La imagen se llama La Libertad Guiando al Pueblo y es esta una imagen que se da en esas ocasiones en las que una de dos: o dar el pecho es ya algo tan normal que al finiquitar la toma se te olvide tapar el recipiente; o el niño en cuestión es un tragón de los que hacen época y entre toma y toma lo mismo te da guardarla que dejarla al aire. Es una imagen, pues, que para una misma suele pasar desapercibida y es preciso que aparezcan por allí hermano/padre/padre de la criatura a decir: pero chica, tápate un poco, para darse cuenta de lo que está pasando. Y sí, habéis leído bien, muy probablemente sea la parte masculina de la familia la que más pudor y asombro muestre ante la visión del seno familiar al aire. Si el aviso viene de la madre de una, será más del tipo: hija, colócate el pecho, mientras te acerca el disco absorbente y expulsa con maña el aire de la barriga del niño. La Libertad es esa imagen que ve la madre cuando va al baño entre toma y toma y se ve en el espejo con una teta fuera y otra dentro. Confieso que en alguna ocasión he levantado el puño para ver el efecto y su parecido con el cuadro de Delacroix. Nulo, el parecido, si me permitís aclararlo. Pero oye, ahí está.
Pues bien, según pasan los meses y se va cogiendo práctica, yo al menos he tendido a pensar que estaba a salvo de incidentes desafortunados. He llegado a pensar que mi imagen de La Libertad se había dado ya de baja hasta el próximo polluelo, he pensado, incluso, que había llegado a ese momento de destreza magistral en el que nadie me verá amamantar si yo no quiero, con un dominio postural que convierte lo visible en invisible. Todo ha quedado, para mi desgracia, en utopía: ayer le abrí la puerta a mi suegro con una teta fuera. Y, ay, el hombre de lo que está mal es del oído, no de la vista.
Fue una situación de estas extrañas en las que tardé un ratillo en darme cuenta de la cruda realidad, el mismo ratillo que el hombre estuvo hablando con el cuello torcido a la izquierda, que a punto estuve de preguntarle si tenía un ataque de tortícolis. Cuando me di cuenta de lo que realmente estaba pasando en mi propio salón, me coloque el pecho con recato y disimulo muy a lo modo modo madre, y la conversación siguió su curso con toda la normalidad que permite un hombre empecinado en no mirar a su nuera para no tener que decirle: chica, tápate un poco. El hombre estaba poco más o menos como M. en esa foto que os pongo, haciendo el cucu trás pero sin pasar nunca del cucu. 
A estas alturas lo cierto es que no me importa lo más mínimo que mis intimidades sean de conocimiento público, aunque a toro pasao he de reconocer fue un poco incómodo. Una cosa es con el padre de la criatura y la criatura, que es que me tiro casi más tiempo en top less que vestida decentemente cuando estamos en casa, y otra es abrir la puerta y que el suegro se encuentre con el percal, además sin ton ni son porque el niño no estaba ni mamando ni nada que se le pareciera, de hecho estaba a su aire ejerciendo su nueva especialidad, que os cuento mañana. Pero se conoce que, al terminar y salir a liarla por el mundo misterioso de la casa, a mí se me olvidó recoger el material de alimentación y me puse a escribir y subrayar sin atender a mi indumentaria.
Total, que yo pienso que el hombre en su fuero interno estaría diciendo: buena gana esta muchacha, con el frío que hace, de tener el pecho al aire. Y creo que también pensó que el próximo día que venga sin avisar va a esperar a que yo abra la puerta mirándose los zapatos, por aquello de no volver a presenciar la situación con la protagonista a un palmo de las narices.
Y yo os digo que es que en la soledad del hogar una no se da cuenta de nada. O es que vosotras nunca os habéis presentado de improviso en casa de alguien y os han abierto con el gorro de ducha, o el pijama de leones subido hasta más allá de la cintura, o a medio afeitar, o a medio peinar? ¿Eh, eh, eh?
Pues cada uno con lo suyo :)

jueves, 7 de noviembre de 2013

Tres en la frente

Lo bueno buenísimo del concepto seguir siendo la misma , es que sale solo. En ocasiones, mucho más solo de lo que debería, de hecho. Hoy ha sido un día en el que esto ha quedado claro: sigo siendo la misma y, según parece, a veces mucho más yo misma de lo que me vendría bien. Tres han sido los hechos que, uno tras otro, han hecho de hoy un día sigo siendo la misma…pero no de antes de ser madre, no; ¡casi desde antes de nacer!
Una misma antes de ser mamá haciendo el idiota :)
El primero de estos hechos ha tenido lugar al llegar a casa de mi madre a ver cómo seguía su convalecencia. Ni tiempo me ha dado a soltar al niño en el suelo e inclinarme a darle un beso…creo que incluso antes de aparecer por la puerta del salón, puede que incluso antes de abrir la puerta de la calle, o, más incluso todavía, puede que antes de que saliera de mi casa, mi madre ha divisado mis pantalones. Bueno, el bajo de mis pantalones: ligeramente pisados, ligeramente rotos, ligeramente arrastrados.
Mi madre: -¿qué pasa, a ti te mola ir recogiendo la mierda de la calle, no?
YO: bueeeeno… ¿hemos retrocedido doce años en el tiempo?¿Me han vuelto también los granos y el amor por el calimocho?
Mi madre (a M.): tu madre está en el mundo porque tiene que haber de todo….
En fin, este tipo de conversaciones -bueno, mucho más fuertes en la adolescencia- las he tenido con mi madre casi casi desde que empecé a tener edad de comprarme yo la ropa. Yo no sé qué tipo de leyenda corre por ahí que dice que cuando una mujer tiene un hijo, se vuelve una especie de ángel que comienza a vestirse en Cacharel. En mi caso, ya digo yo que no. Que desde que perdí la barrigota, mis vaqueros rotos son los mismos, mis zapatillas pintadas son las mismas, y mis bolsos-saco son los mismos.
El segundo hecho viene un poco al mismo hilo: mi madre ha montado en mi coche. Yo sé que lleva días mordiéndose el labio inferior para no hacer sengre, pero hoy ha sido el remate…más que nada porque se ha manchado.
Mi madre: ahora mismo viene Sanidad, y te quitan al coche y creo que hasta el niño. Si pesamos todas las migas que  hay en el suelo, sale un kilo.
Yo: bueno, si solo son migas, no pasa nada. Miguitas de mi rey. Miguitas de M.
Mi madre: esto es de juzgado de guardia, cariño. Te digo que esto no es normal, no puedes llevar el coche así, aquí os va a dar algo al niño y a ti…y NOOOOO ¿¡qué es esto que se me ha pegado en el culo!?
Y yo miraba al niño y le veía tan feliz jugando con una cuchara y pensaba sí, ya veo yo el problema que tiene el niño… y también pensaba que qué mala pata que justo hoy mi tío le haya regalado al niño en la panadería un cruasán con chocolate y el niño no lo haya querido y a mí se me haya olvidado en el asiento… Otro gen madre que no he conseguido desarrollar es, como ha quedado patente, el del orden.
Y por último: lo de montar en el coche era para bajar a mi madre al médico a Madrid. Y una vez allí, la hemos dejado como cada semana en la consulta y nos hemos ido a un parque cercano a esperar a que saliera. Hemos dado un rodeo hasta llegar a él, haciendo el bobo, buscando palomas, cambiando de acera para saludar a los perros, este tipo de cosas. Y hemos llegado al parque. Y cuando estaba a punto de poner a M. en el suelo… he constatado con asombro e incredulidad que habíamos perdido una zapatillita. He tardado medio segundo en erguirme, echarme al churumbel a los hombros e intentar recorrer el camino al revés. No ha sido posible, sobre todo porque no tenía ni idea de por dónde habíamos llegado al parque. Cuarenta minutos de caminata desorientada después, me ha parecido divisar una zapatillita blanca, abandonada, bajo un banco de la calle Cea Bermudez.
Era un clinex usado.
En fin, estaba en Hilarión Eslava, la jodía zapatilla.
El tema está en que, ya subiendo hacia casa, ha tenido lugar un momento mágico de esos en los que abuela y nieto iban en la parte de atrás cantando y semibailando y yo no les escuchaba porque iba en mi burbuja. Es que teníais que ver la carretera de la Coruña a la altura de la Rozas cuando atardece, y se ven las montañas azules de la Sierra de Guadarrama contra el cielo que también se va haciendo azul pero todavía es amarillo, y los faros blancos de los coches que bajan a Madrid a la izquierda y los rojos de los que subimos a la derecha. Y mirando mientras conducía esa estampa tan familiar me he acordado del montón de discusiones que tuve de joven con mi madre por la ropa, cuando el sábado era salir con los pantalones más anchos y bailar entre humo; y del montón de veces que he tenido que hacer una limpieza de emergencia en el coche a lo largo de los años porque iban a subir mis abuelos, o porque teníamos que ir de comunión y no eran plan de llegar con lamparones, o porque había quedado con el padre y es que en esas circunstancias no íbamos a poder ni achucharnos; y también de la cantidad de objetos perdidos que estarán diseminados en lugar extraños de todas las ciudades en las que viví, de todas las cosas que pierdo y he perdido sin querer, igual que la zapatilla de M.
Y pensando en todos esos momentos y mirando el cielo cambiar, he pensando que cambia la vida, crecen hijos, se reinventa una laboralmente… pero se sigue, a la vez, siendo la misma joven que un día se fue.